Un grupo de riesgo
Sobre la condición dañina, contraproducente, de los entusiastas excesivos, que desnaturalizan cuantas causas adoptan, se ha escrito algo en estos días mientras se digerían los resultados electorales del 13 de mayo en el País Vasco. Pero el perjuicio causado por los entusiastas desmedidos para nada se circunscribe al ámbito político, puede observarse en las confrontaciones militares, culturales, deportivas o periodísticas. Véase, por ejemplo, el grave daño que le hicieron al Real Madrid los ultrasur, que nunca eran desautorizados del todo por los sucesivos presidentes del club, para quienes esa hinchada constituía un activo tal vez poco manejable y de aparente zafiedad, pero necesario preservar de todo punto en aras de su pretendida utilidad para ocasiones comprometidas.
Claro, que en el principio de las grandes empresas no fue la flema, sino el esfuerzo continuado de muchos. Y que la expansión británica, por ejemplo, o la aventura textil de Inditex, el descubrimiento científico de la neurona por Santiago Ramón y Cajal o los trabajos de la transición en los que se empeñó el Rey sólo después, con el paso de los años, pueden dar origen a esas imágenes coloristas tan cinematográficas de flema imperturbable. Por eso, después de los resultados del 13 de mayo se recomienda la renuncia a ese entusiasmo tan español por el desastre y resulta justo y necesario el reconocimiento del triunfo que en cada momento se haya producido. Pero debe evitarse al mismo tiempo incurrir en el comportamiento que Don Quijote reprochaba a su escudero cuando le dijo aquello de bien se ve, Sancho, que eres villano, de los que gritan viva quien vence.
En el caso que nos atañe ahora, cuando debiera procederse por todas partes a la desmovilización de los que han sido contendientes en las elecciones vascas, se impondría con carácter previo el cumplimiento de algunas obligaciones como la de reiterar el respeto a las víctimas, tributarles el honor permanente que merecen, procurarles el reconocimiento debido y la de exigir del Gobierno de turno que les brinde la protección y la seguridad necesarias contra toda amenaza, en tanto que emplea a fondo los medios precisos para su desactivación definitiva. De ninguna manera ninguna de las víctimas puede llegar a sentir que tras los pasados episodios de la campaña su presencia pasa a ser vista como perturbadora o inconveniente.
Nos corresponde a todos y a cada uno hacer imposible que ninguna de ellas pueda interpelarnos como Miguel Hernández en El rayo que no cesa, cuando nos dice aquello de yo sé que ver y oír a un triste enfada/ cuando se viene y va de la alegría. En modo alguno pueden volver a intentarse las equiparaciones tantas veces padecidas entre las víctimas y los condenados por sus asesinatos, aunque todos sean vascos, españoles, europeos, católicos y descendientes del hombre de Neanderthal.
Durante la travesía que se inicia necesitaremos la compañía de un adalid del patriotismo crítico, José María Blanco White, y releer sus ensayos contra la intolerancia, y consultar a Ángel González en su nuevo libro de poemas (Otoños y otras luces, Tusquets Editores) cuando enmienda a Pedro Salinas y escribe sobre la luz a ti debida.
Hay una luz y un entendimiento de los valores fundamentales que les debemos a las víctimas del terrorismo, que nunca han aportado ceguera a la vida colectiva. Puede que entre ellas algunas puedan responder a la definición que Juan Marsé hace en su novela Rabos de lagartija del héroe de guerra como una mera casualidad sangrienta. Puede que para algunos su tragedia sólo sea explicable en términos de cálculo de probabilidades, como si se tratara de un accidente de tráfico o de una catástrofe natural en forma de desbordamiento, gota fría, seísmo o huracán. Pero, entre nuestros conciudadanos vascos y del resto de España, hay muchos que sienten gravitar sobre ellos una probabilidad reforzada, que sin paranoia alguna se saben objetivos declarados de la amenaza y que conocen de sobra qué deberían hacer para perder su condición de destinatarios predilectos del terror. Por eso, Gorka Landaburu, siempre estaremos en deuda contigo, más allá y más acá de las diferencias de adscripción profesional o política. Tu valor cívico, como el de tantos otros, nos obliga también, más ahora cuando ha de garantizarse a todos que el pleno ejercicio de las libertades cívicas no les incorpora a un grupo de riesgo.
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