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Continuidad con cambio

Todas las elecciones sitúan, de algún modo, al ciudadano en la disyuntiva de optar por el cambio o la continuidad. Pero, en estas últimas vascas del 13-M, la alternativa se presentó con especial dramatismo. Ni el cambio era mera alternancia ni la continuidad significaba pura permanencia de los mismos en el poder. Al primero se le asociaron conceptos tan nobles y, a la vez, tan fundamentales como los de libertad, democracia y seguridad. La segunda, por el contrario, se sobrecargó de connotaciones tan repugnantes para un demócrata como las de xenofobia, exclusión, miedo, exilio y opresión.

Muchos ciudadanos, nada menos que el cuarenta por ciento de los que votaron, hicieron suyo, más o menos convencidos, tan dramático planteamiento y optaron por el cambio. Acudieron, además, a las urnas en la creencia, inducida sin duda por un estado general de opinión, de que su opción resultaría ganadora. No fue así. Su frustración es hoy enorme. Excluido el cambio, la libertad, la democracia y la seguridad continuarían en precario, y ellos, condenados a convivir bajo una mayoría indiferente, que habría comprado con votos su particular comodidad. En efecto, otro grupo mayor de ciudadanos -seiscientos mil en total- había preferido la continuidad.

Es más que dudoso, sin embargo, que la opción de estos últimos pueda atribuirse a falta alguna de sensibilidad respecto de la suerte que puedan correr ni la democracia en general ni la libertad y la seguridad de sus conciudadanos en particular. Sería, además, injusto pensarlo. Más acertado parece entender que, simplemente, se negaron a ligar tal suerte al cambio o a la continuidad. Desmontaron, más bien, el planteamiento tan drásticamente disyuntivo que se les había presentado, dejando el cambio en mera alternancia y depurando la continuidad de toda otra connotación sobreañadida. Su voto a favor de la continuidad no debería interpretarse, en consecuencia, como aval concedido al continuismo ni su rechazo de la alternancia como negativa a todo cambio. Existen, más bien, indicios que darían pie a pensar que la opción por la continuidad llevaba también implícita una exigencia de cambio profundo en relación, precisamente, con esa inmensa minoría que hoy se siente defraudada.

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La atención de esa exigencia y la gestión de ese cambio constituyen la primera y más urgente responsabilidad a la que deberán hacer frente el nacionalismo vasco y, más en particular, su candidato a lehendakari. Los resultados electorales les han enviado a ambos señales confusas y difíciles de interpretar para que puedan ejercerla con acierto. Un dato podría servirles de guía. Su victoria, aunque rotunda, oculta algo de precario. En primer lugar, su propio carácter sorprendente. Más que un logro arduamente trabajado, fue como un don recibido en el último momento y de manera inesperada, justo cuando el nacionalismo se había ya asomado al abismo de la pérdida del poder. En segundo lugar, un abultado número de los votos que la labraron se debió más a errores ajenos que a aciertos propios. Se equivocaría, por tanto, el nacionalismo si interpretara el conjunto de sus seiscientos mil votos como un aval que cubriera la pesada hipoteca del pasado. Hay entre ellos muchos que, emitidos a pesar del pasado, tienen, por el contrario, el sentido de un crédito abierto, pero revocable, a favor del nuevo moderantismo que su candidato ha venido propugnando en los últimos tiempos.

La heterogeneidad del voto que en esta ocasión ha cosechado el nacionalismo -de castigo a EH, de protesta contra la extravagante campaña del constitucionalismo, de soberanismo convencido y de templado pactismo- ha puesto en manos del candidato una microsociedad que, por su pluralidad, le resultará muy difícil de gestionar. Tendrá que tener muy en cuenta que su victoria -porque suya ha sido en gran medida-, por rotunda que sea y por más que le permita gobernar en solitario, no le será suficiente ni para dar estabilidad a todas las instituciones del autogobierno ni, sobre todo, para afrontar las grandes prioridades que sigue teniendo la sociedad: alcanzar un gran acuerdo democrático para acabar con el terrorismo, garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, ofrecer amparo a los amenazados y solidaridad efectiva a las víctimas, y cohesionar una comunidad profundamente fragmentada. Si tuviera éxito en todo esto, desde la legitimidad y la autoridad que le han otorgado las urnas, no sólo habría consolidado para su partido la hoy todavía precaria victoria, sino que habría recuperado también para sí la confianza de los hoy defraudados y dado satisfacción a las demandas de lo que hoy es de verdad la voluntad mayoritaria de los vascos. Lo necesita el nacionalismo y lo necesita toda la sociedad. Las primeras señales emitidas son esperanzadoras.

Sería, sin embargo, atípico en cualquier país democrático que la demanda de autocrítica y de rectificación se dirigiera sólo, o incluso de manera principal, precisamente a quienes han salido victoriosos de las elecciones. Así está ocurriendo en este país, que -ha de reconocerse- algo tiene de atípico. La inercia de un reciente pasado ciertamente conflictivo parece estar sirviendo a los perdedores de coartada para esconder la cabeza bajo el ala y dejar que pase el chaparrón de su fracaso. Socialistas y, sobre todo, populares algo tendrán que reflexionar -digo yo- sobre qué ha habido de equivocado no ya en su reciente campaña electoral, sino incluso en toda su estrategia respecto del terrorismo, del nacionalismo y del País Vasco en general. Tendrán también ellos que reconciliarse con una sociedad que, si bien es verdad que demanda al nacionalismo que dé cómoda cabida en su concepción y en su gestión del país a otras sensibilidades culturales y nacionales tan legítimas como la suya, no menos les exige a ellos mismos un mayor esfuerzo de comprensión, respeto y compromiso para con ese otro universo simbólico que parece consolidarse como principal factor de integración de la pluralidad constitutiva de la sociedad vasca. Da, en efecto, la impresión de que, si los llamados constitucionalistas quieren de verdad que la inmensa mayoría de los vascos se sienta a gusto en España, sólo podrán conseguirlo a cambio de que ellos también se comprometan y participen en la profundización de su arraigado sentimiento de vasquidad. Lo cual es mucho más, y mucho más difícil, que sólo defender la Constitución.

Quienes afirmaron, antes de las elecciones, que éstas no servirían para nada se equivocaron. También se equivocan ahora quienes, como los populares, parecen pensar, aunque no lo digan, que estas elecciones han sido sólo un ejercicio de calentamiento para las próximas. Pagarán, otra vez, su error. Las elecciones han servido, en primer lugar, para invertir la relación de mayorías y minorías democráticas en el Parlamento. No es poco. Han servido, además, y tampoco esto es cosa de poca monta, para propiciar una descarga de la enorme tensión acumulada en los dos últimos años y reabrir la puerta a un diálogo que se encontraba bloqueado. Pero podrían servir, sobre todo si se gestionaran bien sus resultados, para actuar de cortafuegos que impidiera la propagación, hacia el presente, de los incendios fortuita o voluntariamente ocasionados en el pasado o, si vale la metáfora, de confesión general que absolviera los pecados de cada uno sin necesidad de recitarlos de manera individual y pormenorizada. En tal sentido, mucho del pasado habría quedado enterrado. Sería temerario que alguien se empeñara ahora en desenterrarlo.

José Luis Zubizarreta es articulista político y fue asesor del ex lehendakari Ardanza.

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