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Columna
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Humanos

Si hay algo que me aterroriza de las grandes ciudades es la deshumanización que generan. Esa sensación que transmite Londres, París o Nueva York de que cada uno va a lo suyo y que pueden darte los siete males en plena calle sin que nadie se agache a echar un cable, me da pavor. He querido siempre creer que, aunque Madrid está adquiriendo de forma creciente los vicios y malos modos de las grandes urbes, la nuestra es una ciudad más generosa y acogedora. Me decepciona, en consecuencia, escuchar el escalofriante relato del suceso que tuvo lugar hace ahora tres años en la estación de metro de Lista y que costó la vida a Javier Echevarría, hijo de la eurodiputada socialista Francisca Sauquillo. Javier falleció a los diecinueve años tras sufrir un desfallecimiento al apearse de un vagón y ser abandonado en la calle por los vigilantes de la compañía en una noche fría de abril. Un juez de Madrid quiere procesar ahora a los dos guardas que le sacaron en volandas de la estación y al jefe de seguridad del metro que les ordenó que así procedieran. Entiendo que los responsables de mantener el orden en el suburbano madrileño han de bregar a veces con gente de la peor calaña y que estarán muy hartos de tragarse marrones, pero es el trabajo por el que les pagan. Por muchas experiencias desagradables que hayan tenido no pueden comportarse como si fueran unos desalmados. A este chico le vieron casi moribundo y, según parece, creyeron que era un drogadicto. 'Sacadle a la calle, no somos monjas de la caridad; y si es un drogata que le den por el culo', ésta fue la sutil respuesta que obtuvieron del encargado de seguridad, cuando los dos vigilantes le pidieron que avisase a una ambulancia. El tal Hernández, que según parece es hermano de un jefazo del departamento, disponía de una emisora conectada con los servicios médicos de urgencia y no tenía más que dar el aviso para que se llevaran al chico. No le dio la gana, prefirió 'que le dieran por el culo' como él dijo o, lo que es lo mismo, que le dejaran tirado agonizando a la intemperie. Tuvo que ser un transeúnte que pasaba por la calle y vio al chaval inerte tumbado en el suelo quien avisara a los médicos del Samur.

Javier falleció poco después de ser ingresado en el hospital de La Princesa. Los facultativos que le atendieron en primera instancia pensaron que tenía sida, pero lo cierto es que ni sufría esa enfermedad ni era adicto a las drogas, como pensó el jefe de seguridad del Metro. Lo que padecía realmente era una anorexia, ya en fase de curación, que provocó la caída de glucosa que le dejó inconsciente. Aunque ese aspecto del historial médico aumenta la gravedad de lo ocurrido, no debería ocultar el auténtico problema de fondo que revela la forma en que se sucedieron los acontecimientos. Me refiero al auge progresivo entre el personal de seguridad de la dureza en el trato a los excluidos sociales. Una cultura imperante que considera al drogadicto, al enfermo de sida o a cualquier marginado, como un despojo humano extraordinariamente molesto y no merecedor por tanto de mejor consideración que la que recibe un perro. Además no parece que haya el menor sentido de la culpabilidad ni propósito de enmienda. Los directivos de Prosesa, la empresa de seguridad en que trabajaban los vigilantes en cuestión, no dudaron en despedir a uno de ellos, según ha relatado él mismo a EL PAÍS, por negarse a rectificar el parte de incidencias de aquel día. Pretendían, según cuenta, manipular el relato para salvaguardar la imagen de la empresa y de su cliente, el Metro. Había un cadáver aún caliente y el contrato con la compañía era su gran preocupación. A pesar de que la familia del fallecido sólo presentará cargos contra el Metro y su jefe de seguridad, que es la forma de asegurarse la indemnización económica, el auto dictado por el juez contempla también el procesamiento de los dos vigilantes por omisión del deber de socorro. Es una postura razonable porque, si bien resulta evidente que la responsabilidad de los guardas fue mucho menor, está claro que nunca debieron de atender aquella orden maldita que un chico de 19 años pagó con su vida. Por encima de las jerarquías y los intereses laborales está la propia conciencia y el sentido común. Nadie les pide a los profesionales de la seguridad que se conviertan en monjas de la caridad, basta con que no olviden su condición humana.

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