Puro merengue
De pronto los jugadores del Madrid han caído en la cuenta de su propia fragilidad. Ni los contratos multimillonarios, ni las largas sesiones de preparación física, ni las exquisiteces tácticas ni el fervoroso despliegue periodístico han impedido que los artistas blancos hayan sido testigos de una inquietante transformación. Después de sentirse espíritus puros se han mirado al espejo y han comprobado, sobrecogidos, que no se distinguen gran cosa del vecino del cuarto-izquierda. Tienen, como él, sus dolores de estómago, sus ojeras, su lumbago crónico y algunas neuronas desplomadas sobre la solapa de la chaqueta. En resumen, se han convertido en muchachos corrientes con dolores corrientes y, menos mal, con cuentas corrientes.
Luego, rodeados de primos, primas, coleccionistas de autógrafos, amigos pasajeros, expertos en merchandising y otros especímenes de la feria pagana, confusos y afligidos después de los últimos reveses, se habrán puesto a rebobinar a toda prisa su vida profesional.
Si lo han hecho descubrirán algunas de las imposiciones del fútbol moderno y decidirán que su mundo es un estado provisional en el que cualquier resultado decisivo es el producto de factores minúsculos, incidentes triviales y otras minucias imponderables. Por si fuera poco, todo partido equivale a una secuencia, más o menos arbitraria, en la que cada minuto es a su vez un subproducto del minuto anterior y condiciona el minuto siguiente. De este modo deducirán que la historia del domingo es en realidad una suma de noventa episodios vagamente conectados por la mano de los dioses y los duendes.
Es en esta necesidad de considerar cada minuto como una clave, y cada segundo como una cerradura, donde el Madrid ha fracasado clamorosamente. En unos casos porque, aquejado de una inexplicable indiferencia, ha regalado decenas de cuartos de hora al equipo contrario. En otros, porque ha sido el responsable de todos los goles: de los goles a favor y de los goles en contra.
Es evidente que sus estrellas han ignorado una ley no escrita según la cual no son futbolistas verdaderamente grandes quienes mejor saben cuidar la pelota, sino quienes saben cuidar mejor el detalle. Quienes, según lo exija el libreto, deciden tirar un caño o vigilar al tipo que está haciéndose el muerto junto al palo. En resumen, sus figuras han ignorado que el oficio es tanto una cuestión de voluntad como de talento.
Si no rectifican a toda prisa serán testigos de la última fase de su metamorfosis. La que separa a un héroe de un culpable.
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