Un vigoroso filme de Manoel de Oliveira trae el gran cine a una competición gris
Estados Unidos aporta otra brillante rareza de Joel Coen y una delicia de dibujos animados
Desde que hace ocho años hizo Valle Abraham -una película fuera de norma, aunque hubo destellos desprendidos de este prodigio cinematográfico en Inquietud y en La carta, de 1998 y 1999, respectivamente-, Manoel de Oliveira andaba un poco perdido, por debajo de sí mismo. Pero ahora, en Vuelta a casa, el anciano cineasta recupera la energía, tensa su imaginación y su incalculable experiencia, abandona sus jugueteos de muchacho aristócrata nonagenario y entra frontalmente, con asombroso sosiego, a la embestida del toro; y hace una película sobre el paso del tiempo y el apagamiento de la vida, una película lírica, introspectiva, íntima, cuya materia conoce obviamente muy a fondo.
La sencillez de la puesta en pantalla de Vuelta a casa encubre, como ocurría en las obras esclarecedoras de Jean Renoir y Roberto Rossellini, que tan de cerca iluminan al cine de Oliveira, una insondable complejidad. Es insuperable su uso, ágil y matemático, de la elipsis temporal, de los apretamientos de la secuencia, de la capacidad sugeridora de las evidencias; de los largos planos secuenciales y de la misteriosa absorción por la pantalla de los sucesos y las atmósferas que ocurren fuera de su campo de captura visual, que en definitiva son los recursos medulares permanentes e insustituibles para elaborar el gran cine, el cine no efímero, imperecedero.
Y si a este prodigio de despojamiento de la sintaxis cinematográfica se añade el despliegue en estado de gracia del aparato gestual, de la formidable ironía y la capacidad de contagio emocional de Michel Piccoli, que engarza indisolublemente -ya ha actuado varias veces con él y lo conoce a fondo- su lenguaje con el armazón formal creado por Oliveira, se percibirá que, añadida la elocuencia a la elocuencia, este escueto y vivo filme roza a dos voces la maestría y se sitúa, junto al iraní Kandahar, obra de Mohsen Makhmalbaf, en la cresta de la ola de este festival.
Algo, aunque no mucho, se enriquece también la programación gracias a El barbero o The man who wasn't there, película con la que los hermanos Joel y Ethan Coen reanudan, desde la factoría que han creado off Hollywood, su idilio con este festival, al que han traído prácticamente toda su obra desde que en 1991 se dieron a conocer aquí con Barton Fink. Es El barbero un filme de factura brillante y de composición e interpretación impecables, filmado con un blanco y negro primordiales de auténtico esplendor, casi excesivamente bellos, pues uno se queda colgado por la pegada de la imagen y no atraviesa su piel en busca de fondos ocuros y de ese flujo subterráneo que se mueve siempre bajo la luz en el cine vivo. Y más cuando se trata, como en esta película, de resucitar el cine negro, eso sí, a la manera heterodoxa de estos cineastas con afición de rompedores, que ya trastocaron las leyes del género hace cinco años en su maravillosa Fargo y ahora vuelven a las andadas, aunque con menos fortuna.
La fortuna estuvo en cambio en la gozosa película de animación, producida por Steven Spielberg, Shrek, que es una delicia calculada -a la manera astuta de La Bella y la Bestia, de Disney- para ser compartida, sin que salten preguntas incontestables, por la gente adulta y la chiquillería. Unos y otros van a encontrar en esta divertidísima y dulcemente irreverente fábula de ogros buenos, de asnos mágicos, dragones enamoradizos y princesas encantadas un delicado punto de encuentro. Los creadores de esta delicia se adornan con las voces de Eddie Murphy, Cameron Díaz, Mike Myers y Joan Lithgow. Y el trenzado de estos cuatro bellos instrumentos musicales, con las cuatro irresistibles presencias de los muñecos a los que dan la palabra, entra en el territorio de lo mágico y lo inefable. Cine menor, si se quiere, pero con sabor a mayor, pues es magnífica e impagable su eficacia consoladora.