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Confesión general

Tengo redactado una especie de pacto secreto conmigo mismo, consistente en no escribir en los periódicos (en este caso en la presente sección de EL PAÍS, que me acoge generosamente) sobre materias de mi competencia. Esto parecerá, sin duda, sorprendente. Se supone -digo yo- que lo que justifica esta página es precisamente que los distintos profesionales opinen, naturalmente, sobre lo que pueden opinar. Diré en mi descargo, no obstante, dos cosas. La primera es que, como especialista en Comunicación, entiendo que me resulta lícito opinar sobre todo lo que se habla en los distintos corrillos, es decir, sobre todo lo divino y lo humano siempre que no tenga que ver con materias técnicas propias de especialistas. La segunda y más importante es que en la Comunidad Valenciana opinar sobre cuestiones de lenguas y lenguaje es estar loco. Lo menos que puede esperar alguien que salta a la palestra como especialista es que sólo le contradigan sus iguales. Sería verdaderamente patético que el analista bursátil tuviese que lidiar con las objeciones de un inversor ingenuo empeñado en rebatirle la idea de que las cotizaciones son variables porque reflejan el valor de mercado de los productos y no el valor de uso de los mismos.

Pues bien, en la Comunidad Valenciana los especialistas en Lingüística somos unos pocos, pero nos encontramos con que todos se consideran legitimados para darte lecciones. Cuando no es el político de turno, resulta que se posicionan los fontaneros y los farmacéuticos y los periodistas y los agentes de seguros y la Junta Central Fallera. En definitiva: todo Cristo. El resultado es que te (me) queda la penosa impresión de que no servimos para nada. Hombre, si todo lo que usted sabe hacer es lo mismo que se le ocurre a cualquier otro, apaga y vámonos. Cuando uno anda desesperado y sin trabajo, va y se echa al semáforo a limpiar parabrisas ajenos por una propinilla. A lo mejor va siendo hora de que los lingüistas nos echemos a la calle -en el buen sentido, no sean malpensados- a ofrecer nuestros servicios al mejor postor. Al fin y al cabo, vista nuestra falta de especialización y que sólo conocemos una doctrina mostrenca (no es un insulto: quiere decir 'común'), ni nos tienen en cuenta en las Cortes Valencianas, donde dicen que están preparando una Academia de la Lengua, ni en la Consejería de Educación, donde parece que se ocupan de la enseñanza de las dos lenguas oficiales de la Comunidad Valenciana, ni tan siquiera en algunos comercios, donde redactan curiosos carteles en bilingüe.

Así de conformado iba yo -llevo veinte años ejerciendo la profesión en Valencia resignado a mi suerte-, cuando de repente descubro que en todas partes cuecen habas. O sea que el intrusismo profesional que constato y del que ya ni me quejo no es privativo de los valencianos. Resulta que un veterano político afirma en algún medio de comunicación que 'el vasco es una lengua prehistórica' y se arma el follón. Estupendo -pienso para mis adentros-, ahora mis colegas de Santiago lo pondrán en su sitio. Pues no, nada de eso. Los nacionalistas vascos se sienten orgullosos porque piensan que están hablando la lengua de Adán y Eva, poco más o menos. Los no nacionalistas también están felices porque lo interpretan en el sentido de que los que defienden esa lengua vienen a ser como la gente del Paleolítico, o sea bruta, brutísima. Lo curioso es que la afirmación susodicha es cierta, pero no las inferencias que de ella se extraen.

El vasco es una lengua prehistórica... como el español o el catalán sin ir más lejos. Fuera de unos pocos casos de lenguas criollas, que tienen fecha de nacimiento, todos los idiomas son prehistóricos, es decir todos hunden sus raíces en periodos anteriores al primer testimonio escrito sin solución de continuidad. Que al euskera del siglo I d. J. C. se le llame también euskera y al español o al catalán se les llame latín no tiene ninguna importancia. Al fin y al cabo, tan incomprensible resulta aquél para los vascohablantes actuales como éste para los de las mencionadas lenguas romances.

No ha sido éste el único dislate lingüístico con el que me he encontrado últimamente. En la mente de todos está la famosa frase del Rey en el acto de entrega del Cervantes y la polvareda que ha levantado. Ignoro quién habrá sido el genio del Ministerio de Cultura que redactó ese discurso. Lo curioso es que habiendo aprovechado -ahora lo llaman intertextualidad- algunas ideas mías (no sólo), lo han hecho fatal. Eso les pasa por tenerme en los semáforos y no haberme consultado. Vamos a ver. Lo de que el español es una koiné lo sostuve en un ensayo que fue premio Anagrama, pero sólo decía eso, es decir, que durante la Edad Media evolucionó al servicio de las necesidades comunicativas de personas de lenguas maternas diferentes. También decía allí que, evidentemente, desde el siglo XVIII se intentó imponer en las regiones bilingües de la Península ibérica. Pero eso se lo callaron. Item más. En otro ensayo, éste, premio Constitución, afirmaba que en América el español fue convertido en lengua de encuentro por los parlamentarios de los distintos países cuando redactaron sus respectivas constituciones en el siglo XIX, pues era la única lengua que podía mantenerles unidos. De eso a lo de que siempre fue lengua de encuentro, claro, media un abismo.

Total que, visto lo que ocurre fuera, me reafirmo en mi idea de no opinar en los periódicos sobre lenguas y lenguaje. Será que eso de los idiomas es patrimonio común y que todo el mundo tiene derecho a hablar y a ser escuchado. Consecuente con este propósito, me comprometo a que estas líneas sean las últimas sobre el tema. Si me necesitan, a partir de ahora, estaré en algún semáforo. Eso sí, cerca de la avenida de Campanar o de la plaza de la Virgen. Algunos políticos sensatos -que también los hay- y que andan cociendo lo de la normalización o lo de la Academia podrían necesitar mis servicios.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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