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¿Qué conflicto?

Una de las preguntas más urgentes y más clarificadoras que cabe plantearse hoy en Euskadi es la siguiente: ¿existe realmente un conflicto político? No fuera a suceder que no lo hubiera o que fuera distinto del que considera la opinión dominante. La banalización del término 'conflicto' hace que esta indagación sea un preliminar ineludible. Mi primera respuesta sería: no solamente hay uno, sino muchos conflictos políticos en Euskadi y menos de los que debería haber. Evidentemente, una respuesta así requiere una cierta explicación.

El terrorismo suele conseguir que se singularice un conflicto -en nuestro caso, el de la identidad nacional- neutralizando así todos los demás, posibles o reales. En este sentido, y por extraño que pueda parecer en un primer momento, el terrorismo apacigua los demás conflictos al concentrar el antagonismo en uno solo de ellos, que se convierte en el litigio absoluto. A partir de entonces, ya no hay antagonismo ideológico entre la izquierda y la derecha, por ejemplo, que queda sepultado por la imposición de una agenda política monotemática. De alguna manera, el terrorismo constituye un factor de homogeneidad y simplificación del escenario político y social. Por eso es de suponer que el final de la violencia dará paso a una situación afortunadamente más conflictiva.

Bajo la presión de la violencia y unidos por una misma repulsa moral, los partidos se ven obligados a unanimidades y consensos que a veces resultan necesarios, pero que no dejan de ser empobrecedores. El aspecto menos justificado de esos acuerdos consiste en que frecuentemente funcionan como un chantaje frente a la disconformidad (lo que en Euskadi ha sido llevado a cabo por unos y por otros). Si bien es verdad que hay una 'equidistancia' que procede de la cobardía, también ocurre con frecuencia que la reprobación a los equidistantes ha servido para neutralizar la opinión -legítima y, en ocasiones, más sólida- del que discrepa. La estrategia que divide el campo entre los que están conmigo y los que están contra mí es injusta y simplifica la complejidad de los factores que están en juego en un problema de estas características.

La violencia ha sido en Euskadi la gran coartada de casi todos: para la pereza intelectual, para no hacer política, para beneficiarse de la crispación, para dar un 'pelotazo' político (ascender con la misma rapidez que los militares en tiempo de guerra o conseguir algo que sería impensable sin la amenaza violenta). En este sentido (y sólo en él, por supuesto) está justificada la acusación de que a unos les va electoralmente bien, pero también la sospecha de que otros quieren conseguir en una mesa de negociación lo que no conseguirían por procedimientos democráticos. Ambas posiciones están viciadas por una utilización del terrorismo a la que es muy difícil resistir.

Pero volvamos a la cuestión inicial. Cuando se afirma que en Euskadi hay un conflicto de naturaleza política que está por resolver, ¿qué se quiere decir y en qué sentido es esto cierto? Desde luego que no existe un conflicto político si por tal se pretende dar a entender que el proceso estatutario ha sido ilegítimo, que el recurso a la violencia tiene una explicación que lo justifica o algo parecido (por mucho que la historia de la transición, el propio texto constitucional o el desarrollo autonómico dejen para algunos mucho que desear). ETA no respetó el consenso mayoritario de la sociedad vasca en torno al Estatuto, no respetó la palabra del pueblo vasco que ahora dice defender. Lo que existe es un viejo problema -anterior, por cierto, a la violencia- que no es solucionable mediante el derecho administrativo y que requiere un juego complejo de acuerdos y respecto del que cabe asegurar que nunca habrá un modelo de encaje o separación definitiva, sino un compromiso en términos de convivencia siempre revisable.

Así pues, el conflicto de identidades y el conflicto del terrorismo son dos cosas distintas. El lehendakari Ibarretxe ha formulado recientemente esta diferencia, en continuidad con lo que ya había declarado su predecesor Ardanza, afirmando que 'el terrorismo no es consecuencia natural de un conflicto político'. Existe un problema político difícil de gestionar, pero del que tampoco están libres otras partes del mundo civilizado; lo que resulta intolerable es el hecho de que la violencia no permita darle un cauce democrático.

La referencia a la existencia de un conflicto político no puede ser la excusa para buscar una 'solución' por la vía del 'estado de excepción' (tanto por la suspensión de derechos y libertades, o la asunción estatal de competencias autonómicas, como por la excepcionalidad en la que se sitúan siempre los violentos y que aspiran a la anormalidad de una negociación en la que se ventilaran cuestiones políticas que deben ser resueltas en la institución correspondiente y con todas las garantías democráticas). La apelación de los violentos a un diálogo final es su estado de excepción particular que les permite despreciar los diálogos y acuerdos que se han ido tejiendo hasta ahora, de modo semejante a como -y pido disculpas por la analogía, que no pretende equiparar a nadie- la existencia del terrorismo funciona de disculpa para que el Estado no cumpla sus compromisos estatutarios. Frente a estas suspensiones del tiempo histórico es preciso recordar que la democracia dispone de los instrumentos suficientes para resolver los problemas que el terrorismo plantea (tanto los de orden público como los de diseño institucional).

La afirmación de que se trata de un conflicto de naturaleza política suele tener a la vista el hecho incuestionable de que los problemas de este tipo requieren un plus respecto de lo meramente policial y terminan de hecho en una mesa de negociaciones. Aunque esto sea cierto, una perspectiva no invalida a la otra. El final dialogado está, precisamente, al final de un proceso y es facilitado por la actuación policial cuando una de las partes -como es el caso- no quiere propiamente dialogar, sino imponer sus planteamientos. Insistir en este aspecto me parece especialmente necesario cuando se ha extendido una sospecha de ilegitimidad, o al menos de inoportunidad, sobre el trabajo de la policía.

Estoy convencido de que los problemas políticos -muy particularmente los que tienen que ver con las identidades- no se solucionan si por 'solución' entendemos la superación definitiva de los desacuerdos. Tenemos que aprender a convivir con problemas cuya solución consiste, dicho paradójicamente, en conseguir que nadie los 'resuelva' completamente. Una sociedad moderna es una sociedad que permite las tensiones y tolera en su seno una variedad de identificaciones mucho mayor que la permitida en sociedades tradicionales. El conflicto es esencial a la política, que consiste en impedir que las diferencias se conviertan en rupturas, pero también en posibilitar el antagonismo democrático. Isaiah Berlin solía insistir en la inconmensurabilidad de determinados valores políticos, a la que se debe el hecho de que la opción por unos excluya necesariamente la posibilidad de realizar otros. Esto vale para el conflicto entre la izquierda y la derecha (no es posible realizar al mismo tiempo y con la misma intensidad los valores de la libertad y la igualdad, aunque haya quien lo prometa), y vale especialmente para los conflictos de identidad (que se resuelven por compromiso en términos de convivencia, y no en el orden de los derechos, pues nadie está obligado a sentirse nada concreto). Cuando están por medio desavenencias que tienen que ver con la identificación nacional, el antagonismo no puede superarse definitivamente y -en sociedades complejas y plurales, no homogéneas- es mejor que permanezcan así, abiertas y renegociables. Euskadi en paz no sería un país que aparque sus diferencias, sino un país que institucionalice democráticamente el antagonismo.

Me permito terminar llamando la atención sobre el hecho enormemente esperanzador de que actualmente un conflicto como el nuestro es más fácil de encauzar que en otras épocas, menos capaces de articular la complejidad y la diferencia, como en el periodo de vigencia de los Estados soberanos y las identidades cerradas. En las nuevas formas de configuración política tras la crisis del Estado nacional, con la transformación de las identidades excluyentes en otras más abiertas y plurales, con la flexibilización de los marcos constitucionales, es posible articular mejor las diferencias, o sea, convivir con antagonismos abiertos sin que éstos adopten formas violentas o deriven en imposiciones de una parte sobre otra.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía y miembro de la Asamblea Nacional del PNV.

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