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Columna
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Médicos y policías

Pablo Salvador Coderch

El embarazo no es una enfermedad, pero como tiene sus riesgos, quienes tienen el poder de incrementarlos deberían pensárselo dos veces antes de resolver hacerlo así. No siempre es el caso: hace algún tiempo, médicos y asistentes sociales de un hospital universitario de Charleston, Carolina del Sur, cayeron en la cuenta de que algunos tests de orina practicados rutinariamente a mujeres embarazadas que acudían al centro para visitarse por razón de su estado daban resultados positivos de cocaína, una droga ilegal y peligrosa para la salud de la madre y del feto. Los gestores del hospital llamaron entonces la atención de la policía local y concertaron con ella un programa de aplicación de la ley que incluía la denuncia y eventual detención de las embarazadas cocainómanas. En particular, si la gravidez superaba los siete meses de duración, la mujer resultaba acusada de un delito de distribución de sustancias tóxicas a menores de edad. Algunas afectadas acudieron a los tribunales alegando que la práctica de un test con las finalidades dichas equivalía a un registro inconstitucional. El Tribunal Supremo federal aceptó, en lo sustancial, la reclamación ('Ferguson et al v. City of Charleston et al.' http://caselaw.lp.findlaw.com).

¿Dónde empiezan los derechos del feto? Una sentencia se planteó la cuestión

El pleito era un campo minado para políticos incautos: una cultura proclamadamente empeñada en impedir el abuso del fuerte sobre el débil no puede cerrar los ojos ante la intoxicación de un ser susceptible de vida independiente e indefenso. Las definiciones legales de maltrato de niños son cada vez más omnicomprensivas -y vagas-, pero aunque no lo fueran, nadie en su sano juicio pretende hoy que los niños sólo tienen derechos desde que nacen o, lo que es lo mismo, que un feto que ya resulta perfectamente viable puede ser tratado como tres kilos de carne no comestible. Además, las políticas de aplicación de las leyes contra el maltrato doméstico o familiar suelen involucrar a los profesionales de la salud obligándoles a denunciar todo posible caso de abuso que resulte del examen médico de sus pacientes.

Pero los médicos no son policías y, por bienintencionada que fuera, una política que pretendiera hacer sentir el aliento de los guardianes de la ley en el cuello de cada paciente que acude a una consulta sería un disparate. Para empezar, desalentaría las visitas médicas de las personas más expuestas a los comportamientos de riesgo que la ley quiere prevenir: una mujer con problemas de drogas y embarazada no acudirá a los médicos si sabe que éstos se verán obligados a denunciarla tan pronto como constaten el abuso de tal o cual sustancia tóxica. En segundo lugar, el embarazo ni limita los derechos de las mujeres, ni permite someterlas a custodia policial, ni convierte a todo profesional que trate con ellas -expendedores de tabaco, agencias de viajes, vendedores de bebidas alcohólicas o de adminículos deportivos- en su tutor legal. Sé que resulta impopular, pero la insistencia de muchos en la democracia vigilante, en la supresión de las fronteras entre lo público y lo privado, en la exigencia de comprometerse sin condiciones con los valores de la mayoría expresados por la más flamante legislación resulta sencillamente detestable. De hecho, si todos sabemos que no hay ley que aguante bien el duro test del paso del tiempo, ¿por qué algunos insisten tanto en la bondad indiscutible de la que se promulgó ayer?

Naturalmente, hay casos y casos y, ante situaciones de abuso extremo, nadie debería mirar a otro lado simplemente porque evitar el exceso supondría controlar casi exclusivamente a un grupo de personas por razón de su sexo, de su origen étnico o de otra condición más o menos independiente de sus propias decisiones individuales: sólo las mujeres pueden concebir hijos y cualesquiera políticas que tengan en cuenta su embarazo apuntará a ellas en vez de a niños, hombres o ancianos. Dicho de otro modo: una política que persiga disminuir la frecuencia de las mutilaciones genitales no podrá dejar de considerar a las familias y niñas procedentes de las culturas en las que estas prácticas están generalizadas.

Los jueces que resolvieron el caso de las embarazadas cocainómanas se aferraron a un argumento que muchos calificarán de demasiado formal: realizar tests médicos con finalidades que no se desvelan al paciente a quien se le practican no es correcto, sobre todo si esos fines no están destinados primariamente a la protección de la salud de los pacientes, sino al desarrollo de una determinada política criminal. Posiblemente, no resultó la solución más elegante, pero, en su modestia, consiguió hacer brillar una cualidad ancestral de todo buen colegio de jueces, la prudencia.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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