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Reportaje:

San Gary Cooper

Se cumple un siglo del nacimiento del 'hombre bueno' por excelencia de Hollywood

Mañana cumplirá un siglo el hombre bueno por excelencia del cine de Hollywood, Frank James Cooper, conocido por Gary, aquel amado y envidiado muchacho granjero que -aunque nació el día 7 de mayo de 1901 en Helena, la pequeña capital del Estado de Montana, y murió de cáncer en Los Ángeles el 14 de mayo de 1961, siete días después de haber cumplido 60 años- todavía hoy sigue naciendo y dejándonos ver en cada rescate de su inagotable paso por la pantalla, en más de un centenar de películas, rasgos abiertos, e incluso rasgos inéditos, aún no bien explorados, de una leyenda viviente que todavía permanece en periodo de forja, de gestación, a medio escribir.

Hay, en efecto, trastiendas poco o mal exploradas, a veces de empuje trágico y a veces irónicas, en algunas de sus más complejas y mejor elaboradas creaciones de madurez, que en 1935, con el prodigio surreal de Sueño de amor eterno; en 1940, con el libérrimo, duro y genial alarde de humor de El forastero; y en 1947, con el majestuoso delirio enfático de El manantial, componen una premonición de la misteriosa, a veces incluso sobrecogedora, quiebra íntima que estalla detrás de la mirada de Gary Cooper, con el rostro súbitamente envejecido, en algunas poderosas y turbadoras escenas de Solo ante el peligro (1952), Soplo salvaje (1953), La gran prueba (1956), Ariane (1957), El hombre del Oeste (1958), El árbol del ahorcado y They Came to Cordura (1959), filmes de muy diferente estilo y fuste, pero en los que el actor siembra en algún momento la fértil sombra de la duda entre los feligreses de la caverna que se abrió y disparó en la posguerra mundial de unos Estados Unidos embarcados en la búsqueda histérica de fetiches con que satisfacer el sentimiento de orgullo nacionalista y su ideología, que embadurnaron, contra su voluntad, a su suprema estrella nacional.

Un actor capaz de introducir visualmente lo que ocurre en su mente incluso en sus andares

El goteo de la beatificación de Gary Cooper, desde que sus célebres andares de alambre quebradizo arrancaron las primeras oraciones y encendieron los primeros suspiros en las salas oscuras donde en los años veinte proyectaban sus primeras y casi olvidadas películas de vaqueros, fue un largo y -pese a algunos frenazos derivados de las turbadoras turbulencias que se escapan de ese lado oscuro de su obra, que es el menos conocido pero el más hondo y, sobre todo, el más vigente- imparable proceso de construcción de un cálido, vigoroso, indestructible mito contemporáneo.

Y fue una española colega suya, Pilar Miró, quien llevó el vuelo del ángel de Montana a su mayor osadía, cuando le dedicó la plegaria Gary Cooper, que estás en los cielos, irónico y blasfemo Padrenuestro a bocajarro que cerró de una vez por todas la elevación del larguirucho granjero desde el estrellato a la santidad e incluso a la divinidad.

Se me ha borrado el nombre, pero no las palabras de quien quiso definir el irrepetible y, cuando acertaba, irresistible talento interpretativo de Gary Cooper como el de un hombre que está enteramente contenido en su apariencia. Esta idea, aunque a bote pronto tiene pinta de evidencia, no lo es. En la primera mirada a una pantalla inundada por su presencia, se percibe efectivamente en Gary Cooper, en el diáfano entramado de sus gestos y sus comportamientos, un exquisito acuerdo entre lo que parece y lo que es o, si se quiere, entre acto y pensamiento.

Es ésta una verdad canonizada del culto (que en Estados Unidos alcanzó en los años cincuenta proporciones de beatería) a San Gary Cooper, pero es una verdad a medias, alicorta e incompleta, que es desmentida por algunos ricos -y, en palabra ya empleada, pero que reclama la insistencia, turbadores- brotes de inesperada y casi brusca desarmonía que, en aquellas aludidas y otras grandes actuaciones cómicas y trágicas del actor, introducen en su luminosa ecuación entre ser y parecer el inquietante hocico de una esquina torva, malvada, oscura, un zarpazo de negatividad escondido en el subsuelo del comportamiento de un sublime afirmador.

Y es precisamente la fortísima singularidad que emana de una zona de ambigüedad curva instalada en el gesto de un hombre de moral rectilínea; es la desconcertante cercanía que, en instantes cumbre de su obra de madurez, logró tender entre una sonrisa acogedora y una mueca de asco; es el contagioso sarpullido de la inesperada y aterradora capacidad de violencia que guarda detrás de su condición de hombre sereno, fuente de actos sosegados; es precisamente todo eso, añadido a la libertad que se respira en la contemplación de tales complejidades mayores de la expresión gestual, lo que da textura y altura de plena vigencia, de modernidad, al viejo Gary Cooper, que, tras ser víctima de la manipulación del nacionalismo norteamericano que le secuestró hasta su muerte, fue después de ésta, y en Europa, derribado del pedestal, anatematizado y tildado, no hace falta decir que injustamente, de reliquia.

La idea antes dicha de que el actor Gary Cooper es un hombre enteramente contenido en su apariencia, de que en él se produce una asombrosa fusión entre pensamiento y acto, adquiere verdad y fuerza a la luz, o a la sombra, de esas grietas del comportamiento.

Es Gary Cooper un actor capaz de introducir visualmente lo que ocurre en su mente incluso en sus andares, y crear así un alarde de gesto total, dando literalmente existencia corporal a una idea y haciendo estallar de electricidad física a la pantalla con su sola presencia. Llevó este gigante, al mismo tiempo frágil y duro, a una de sus cumbres más refinadas a la escuela de los intérpretes del Hollywood fundacional, aquella horda cómica que se forjó a sí misma sin pasar por la criba de ningún laboratorio teatral ni se dejó secuestrar por el artificio de las metodologías escénicas, haciendo cine libremente, inventándolo a cuerpo limpio, a golpe de intuición, en asombrosos despliegues de ingenio.

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