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UN MUNDO FELIZ
Columna
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La bola de nieve

Nada hay peor que esos temas inevitables que aterrizan en nuestras vidas sin, por supuesto, solicitar nuestro permiso. No me refiero a lo de cada día, ni siquiera a la pesadilla de las elecciones vascas, sino a esa insidiosa bola de nieve que, impulsada por la inercia de una extrañísima ley de la gravedad mediática, crece y crece hasta aplastarnos, enredarnos y arrastrarnos en una vorágine en la que ya no se sabe de lo que se habla ni de lo que se opina. El último ejemplo: ¿por qué demonios resulta ahora que todo quisque ha de tener opinión formada sobre si el príncipe Felipe puede o no casarse con una señorita noruega llamada Eva Sannum?

La bola de nieve, que comenzó entre cuatro antediluvianos de Madrid, ha rodado -atizada por escritores y catedráticos bien instalados- por toda la prensa y la televisión del corazón con vocación de convertirse en chascarrillo tópico de bar o de peluquería de barrio. Y ya se sabe que ésas son tonterías que acaban enquistándose en el alma infeliz. La cosa tenía el morbo del patio de vecinos, que este país conserva como tradición maldita. Se trataba, ni más ni menos, que de anticiparse a la noticia e introducirse en la piel de un joven de 33 años que, para mayor excitación, resulta ser -cosa de por sí complicada- el heredero de la jefatura del Estado.

Se trataba, pues, de especular con una boda que nadie -y quizá tampoco el propio interesado- sabe si se producirá. Reconozcamos que una boda, hoy día en que gracias a Dios priva la libertad y el arrejuntamiento, es ya un producto de factura exóticamente singular y sentimental, lo cual no impide, por lo general, una espectacular vertiente económica. En este caso, el ingrediente político añade un irresistible glamour prospectivo a la especulación gratuita. ¡Con esta boda nos jugamos el futuro!, han venido a decirnos los que alimentan la bola de nieve. ¡El dilema es grave: o boda o monarquía, o Eva Sannum o democracia!

La bola de nieve ha sido de tal calibre que, a estas alturas, medio país se pregunta si la señorita noruega -que tiene, ¡ay, la inercia!, un pasado de modelo- es digna de ser la futura Reina de España. Y esa pregunta -un futurible moral- en un lugar donde hay divorcios todos los días y cuesta mucho más que en otros sitios tener hijos y tantas niñas quieren ser precisamente modelos, se considera de lo más normal. Parece como si medio país, igual que aquellas madrastras repugnantes de los cuentos, se haya calado la lupa para juzgar -en clave claramente machista- el abolengo y las virtudes morales de la presunta aspirante a la bicoca y emitir un diagnóstico sobre la preparación del heredero. La bola de nieve, que hace del Estado y del corazón -de lo público y lo privado- una ensalada, rueda cargada de moralina y de estulticia carca. Pero quien piense que la avalancha tiene raíz republicana o progresista se equivoca: han sido los más puros de los monárquicos, los más exquisitos carcamales, los que -hartos de que, tras 25 años, siga sin haber otra corte que la que determina el dinero e ignorantes de que hoy la verdadera nobleza es cuestión de talante y no de herencia- han lanzado la piedra que ha provocado el alud. Y ya tenemos el lío -¿quién sabe en realidad de qué clase de lío se trata?- encima.

Un lío por el cual se intenta que el futuro colectivo sea parecido a un pasado antiguo que más valdría olvidar. Un lío que, con la complacencia de ciertos líderes, entretiene las energías populares en un marujerío político tan rancio como el de sus promotores. Por suerte, el futuro no sólo no está escrito, sino que lo escribirá una generación de jóvenes mucho más parecidos a Eva Sannum y a Felipe de Borbón de lo que todos podemos imaginar.

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