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Anacronismos

En el discurso inaugural pronunciado ante la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Rouco aprovechó para manifestar el profundo malestar de los obispos españoles con la 'autoridad política y las instituciones públicas del Estado'. El repaso, velado y sutil como corresponde, a los motivos que mayor disgusto causan a la jerarquía católica española, evidencia sus crecientes dificultades para entender y asumir los profundos cambios sociales que se están produciendo desde hace más de dos décadas en las sociedades occidentales. A su proverbial incapacidad para entender cómo gobiernos y parlamentos de distinto color intentan resolver problemas nuevos que el cambio social ha traído consigo, únicamente saben responder con discursos anacrónicos y con intentos de intromisión política, impropios de un estado laico y democrático. Por el contrario, demuestra un sorprendente empeño en mantener vivo el recuerdo sobre cuestiones viejas que, paradójicamente, la mayoría queremos olvidar.

Hace tiempo que buena parte de la jerarquía eclesiástica española, alineada con las posiciones más conservadoras de la iglesia, demuestra con sus actitudes y posiciones públicas que corre el riesgo de alejarse definitivamente de amplios sectores de población que se considera católica y que no entiende sus posiciones públicas. No me refiero ahora a cuestiones de gran relevancia política, tales como su difícil posición ante la fractura social existente en Euskadi o la creación de nuevas regiones eclesiásticas que reclama la iglesia catalana, sino a otras muchas cuestiones que afectan a la gente cada día y sobre las que la posición de la jerarquía española apenas ha evolucionado -si es que no ha involucionado- durante las últimas décadas.

Sin ánimo de ser exhaustivo, voy a referirme únicamente a aquellas que me han llamado la atención en fechas recientes. Algunas, como decía, bien podrían calificarse como problemas viejos. Así, su empeño en mantener vivo el recuerdo de una guerra civil fratricida, alineándose únicamente con una parte, me duele profundamente. La guerra civil española, como cualquiera, castigó a toda la población española sin distinción. Y sus consecuencias dejaron una estela de dolor y muerte en los dos bandos que merecen respeto sin distinción de color. Su recuerdo aún sigue vivo en millones de españoles. Y como uno más de esos millones, no tengo interés alguno en recordar o en reivindicar mártires, sino en olvidar. Sin embargo creo tener el mismo derecho que cualquier otro a exhumar biografías de gentes que no estaban en el bando vencedor y que también han sufrido persecución. Sólo en mi entorno más próximo existen personas que merecen o hubieran merecido ser beatificadas por lo que han sufrido y por lo que han callado durante décadas. Cuando menos, creo que reúnen idénticos méritos que aquellos que siguen siendo beatificados a centenares. Sin embargo, la actual jerarquía española se empeña en demostrarnos cada día que desea seguir instalada en las viejas posiciones y además gusta de exhibirlas. Cuenta con la ventaja del silencio prudente (que no cómplice) de millones de españoles, pero sería deseable que abandonara ciertas querencias y ese afán por no querer olvidar. Que callemos no significa que nos parezca bien su actitud. No creo que fuera tan costoso dejar de ahondar en la herida social que todavía no ha cicatrizado.

La cruzada emprendida contra recientes iniciativas tratadas y condenadas por unanimidad en la misma asamblea plenaria de prelados es, si cabe, más anacrónica. La posición mantenida contra medidas legislativas tendentes a regular la situación de las parejas de hecho, ha evidenciado un grado tal de envalentonamiento que el propio arzobispo de Valencia se atrevió a hacer una llamada pública a la desobediencia en la votación a los diputados del PP valenciano. El llamamiento a la objeción de conciencia a una de las dos almas del PP valenciano, la del Opus, no tuvo el más mínimo efecto, si se exceptúa la tardía dimisión de un director general ocupado, creo, de asuntos de familia. Los argumentos esgrimidos por el arzobispo y más tarde por toda la jerarquía, no pueden ser más pobres y su tridentina posición no puede estar más alejada de los grandes cambios que están produciéndose en la estructura de la familia y en la composición de las parejas en todos los países desarrollados. Si alguna crítica puede hacerse a esta medida es que se haya tomado tan tarde o que tal vez no sea todo lo completa que los colectivos afectados reclaman. Pero la medida es positiva y con que resuelva dos centenares de situaciones ya habrá merecido la pena su aprobación. Resolverá muchas más. Tiempo habrá en todo caso de ampliar e incluir nuevos supuestos.

La posición de los obispos sobre la llamada píldora del día después no puede ser más patética. A la iniciativa, también tomada por un gobierno del PP, responden con unos argumentos que les han rebatido desde las mismas instancias oficiales y científicas. Han llegado incluso a retroceder hasta la trinchera de la ley despenalizadora de ciertos supuestos de aborto aprobada por un gobierno socialista. Ahora les parece incluso mejor que la actual medida y, de nuevo, hacen un llamamiento a médicos y farmacéuticos para que hagan objeción de conciencia. Aconsejan a los jóvenes, como único remedio, la práctica de una castidad que 'permite integrar en la libertad los instintos y las emociones'. Tendrán el mismo éxito que con la ley de parejas de hecho. En junio, la píldora estará a la venta en farmacias. Porque debieran saber que la medida, positiva y generalizada en muchos países, resuelve auténticos dramas sin provocar traumas y desgracias familiares. Como ya ocurriera, por cierto, con la ley despenalizadora de ciertos supuestos del aborto.

Aludió también Rouco en su discurso a la reciente legalización de la eutanasia aprobada en Holanda por un gobierno integrado por socialdemócratas y liberales de centro-derecha. Naturalmente, para subrayar los signos de 'triste y dramática deshumanización' que, a su juicio, esta ley anuncia. Lo cierto es que para muchos católicos significa precisamente todo lo contrario. Y, de nuevo, predicarán en el desierto, porque no está lejos el día en que iniciativas similares vean la luz en España.

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No es extraño que otros responsables menos conservadores de la iglesia europea empiecen a reclamar una profunda revisión de la posición de la iglesia ante ciertas cuestiones o problemas nuevos que afectan al conjunto de la sociedad y sobre los que la jerarquía española únicamente sabe decir 'no'. Si no son capaces de valorar el profundo calado de los cambios sociales, culturales y morales que están teniendo lugar y se empeñan en caminar por detrás de la sociedad, tal vez llegue un día en el que la jerarquía vuelva la vista y comprueben que se han quedado solos. Definitivamente, su reino empieza a no estar ya en este mundo.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia.

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