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Columna
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Lectura

Encuentro en una revista de divulgación científica que según un remoto congreso de futurología los tres grandes títulos de la literatura de ciencia ficción son las tres lecturas obligatorias que yo (sin proponérmelo) exijo a mis alumnos de bachillerato. Se trata, como se puede bien adivinar, de 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Los adolescentes recorren las tres obras algo atónitos, arredrados por una dificultad doble: primera, la que se genera de su escasa familiaridad con los libros, que les hace ajenas docenas de palabras, de expresiones; la otra, el desconocimiento de ese mundo en negativo sobre el que cada una de las novelas teoriza, para machacarlo. No entienden por qué Bradbury la emprende contra la televisión o Huxley se burla de las familias, con lo útiles que son (las familias y los televisores, ambos). Les supone un sacrificio horrendo dedicarle un par de horas diarias a ese montón de dislates, a enfrentar los ojos con esas páginas llenas de letras impresas que, me cuentan, a veces les hacen marearse. Como excusa para su renqueo a la hora de leer arguyen que este curso tienen que zamparse tres libros más para otras asignaturas (El Quijote, La Odisea, El Asno de Oro), y que el que yo les endoso es la gota que colma el vaso. Finalmente, el día del control de lectura se presenta la mitad de la clase, un grupúsculo de jóvenes acorralados que temen que yo les vaya a preguntar cómo se llamaba el cuñado del protagonista que aparecía para después esfumarse en la página 15. Y una vez superada la prueba prometen solemnemente, con la mano en el pecho, que no volverán a acercarse a mamotretos como éste, que les roban el tiempo preciso de que disponen para el fútbol, el teléfono, las series de televisión.

Yo paso las páginas de las tres novelas y no sé si he sido muy torpe. Me doy cuenta de que las tres tienen algo en común, aparte de su utopismo algo apocalíptico, y es el curioso papel que los libros en general o algún libro en particular juegan en ellas. En la de Orwell, el conducto a la secesión, la respuesta a la tiranía del Gran Hermano se halla en un libro, el del hereje Emmanuel Goldstein; en la de Huxley, el Salvaje aprende los sentimientos y las esperanzas humanos que la nueva sociedad ha erradicado en las obras completas de Shakespeare; y en Bradbury, de modo mucho más notorio, se fantasea con un mundo en que los libros son pasto de las llamas porque crean infelicidad. A su modo, cada una de las tres novelas es un alegato por la lectura, por ese comportamiento que nos hace más libres, más humanos, paradójicamente más infelices y por ello más sabios: porque el dolor, dice Esquilo, enseña. Recibo con un escéptico entusiasmo este plan de difusión de la lectura que proclama la Junta, porque a los que nos gusta leer nos va a venir de sobra y a los que hallan en los libros un paréntesis de diversiones más importantes no creo que vaya a servirles de mucho. Repaso lo que he escrito y me noto pesimista a mi pesar, más corvo y menos fuerte: pero no entiendo cómo nadie puede recibir con indiferencia las proclamas incendiarias de la literatura, las llamadas de auxilio, las advertencias veladas; cómo nadie puede reparar en que los pájaros se mueren de hambre y los abandonan allí, en los estantes, en la mesilla de noche, para que sirvan de apoyo al discman que escuchamos antes de dormir, sin cargos de conciencia.

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