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El Lliure, 'parlem clar i alemany'

Después del rifirrafe entre nuestros políticos culturales -casi un eufemismo- encastillados cada cual en su pequeña parcela de poder y en su aún más pequeña parcela cultural, ha llegado al fin la hora de instar a las máximas autoridades catalanas a enmendar la lamentable imagen que Cataluña, como país, está dando a consecuencia del escándalo del Lliure. De hecho, lo que está en juego son las aspiraciones de Cataluña y de sus ciudadanos, de los que los barceloneses son sólo uno de sus colectivos más numerosos. Pero lo cierto es que, desde la dimisión de Montanyès al frente del nuevo Lliure, todo este asunto me ha hecho recordar, una y otra vez, un viaje que, en enero de 1997, hice a Berlín y que estoy seguro de que a Jordi Pujol, ex alumno (como yo mismo) de la Deutsche Schule Sankt Albertus Magnus de Barcelona, le habrá de interesar.

En enero de 1997, invitado por el Goethe Institut, tuve ocasión de visitar Berlín para entrevistarme con los directores de los principales teatros públicos (Berliner Ensemble, Volksbühne, Schaubühne y Hebbel Theater) además de con el entonces delegado de teatro del Senado de Berlín, Richard Dalheim, y con los directores de otros teatros equiparables, en intenciones pero no en presupuesto, a nuestros teatros alternativos.

Pensé entonces, pese a su situación en apariencia diametralmente opuesta, que Barcelona y Berlín tenían puntos de contacto importantes. Berlín era una ciudad que se reconstruía en un proceso que tendía entonces necesariamente a reducir el volumen de su antigua duplicación. Barcelona buscaba, en cambio, el horizonte de su crecimiento partiendo de la reestructuración de la ciudad para los Juegos Olímpicos y, en teatro (todavía lejano el escándalo primigenio de Flotats), era inminente la apertura del Teatre Nacional de Catalunya y sólo algo más lejana la del nuevo Lliure. Tanto en Berlín como en Barcelona el horizonte se situaba más allá de 2000, en el contexto de la nueva Europa y de la inevitable mundialización de la sociedad y la cultura, y por lo mismo compartían numerosos objetivos culturales.

Desde luego, Barcelona no es Berlín. Y las cifras que se barajaban allí en 1997 (cifras que se corresponden con la fase de recortes presupuestarios que Berlín vivió en 1996) resultan aquí simplemente astronómicas y alcanzaron, sólo para el teatro, los casi 40.000 millones de pesetas. Las tres óperas recibieron del senado berlinés más de 19.000 millones de pesetas en conjunto, el teatro musical alcanzó (por motivos turísticos) los 6.000 millones, a lo que se suma el presupuesto destinado al teatro comercial (1.200 millones), a las compañías (700 millones) y al teatro infantil (1.500 millones). En cuanto a las subvenciones a teatros equiparables a nuestros teatros públicos, el Hebbel Theater (vanguardia internacional, sin compañía propia, equiparable al Mercat de les Flors) rozó los 600 millones de pesetas, el Deutsches Theater (teatro nacional) llegó a casi 3.000 millones y, entre los teatros equiparables a nuestro Teatre Lliure, la Volksbühne recibió 2.300 millones, la Schaubühne 1.900 millones, el Berliner Ensemble 1.800 millones y el Maxim Gorki 1.600 millones. Cifras imposibles, es cierto, pero lo realmente interesante, y comparable, son las proporciones entre partidas, y baste señalar, como ejemplo de talante cultural, que el teatro privado obtuvo menos ayuda que el teatro infantil.

La cultura, así lo entendieron los atenienses y así lo entendió la Iglesia en sus tiempos de esplendor, es un puro dispendio, un despilfarro que, a la manera de un potlach, dilapida fortunas para mostrar simplemente el poder económico de quien derrocha con tanto exhibicionismo. La cultura, y así lo entendieron también en el caso del Liceo las instituciones y las empresas que contribuyeron a su reconstrucción, es un marcador de la potencia económica de un país.

Por desgracia, el escándalo del Lliure no ha hecho más que evidenciar (y, lo que es más grave, airear públicamente, a lo que, tras la intervención de la Unión de Teatros de Europa en favor del Lliure, cabría añadir internacionalmente) que Cataluña, o quizá sólo su Gobierno, es un país que no está a la altura de las aspiraciones de sus ciudadanos. La excusa por parte de representantes de la Generalitat para no aportar una subvención suficiente al Lliure se fundamenta en que ellos ya sostienen un teatro tan caro como el encolumnado TNC. Pero esa excusa esconde, sin apenas camuflaje, un enfrentamiento político entre partidos, un castigo a los ciudadanos de Barcelona (capital de Cataluña) por su desafección política al partido en el Gobierno autonómico y un intento de incrementar la separación -de fomentar incluso el enfrentamiento- entre catalanes y barceloneses con objetivos claramente electoralistas. Lamentablemente, lo que esta excusa ha acabado evidenciando es la pequeñez, la falta de generosidad y la falta de horizontes a largo plazo de un gobierno y, por lo tanto, del país gobernado. El Lliure, como el Liceo, también es un símbolo de la catalanidad.

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Ante el deterioro de la imagen del país, tal vez sea hora de reclamar la intervención, cual deus ex macchina, de Jordi Pujol a quien, de aquel viaje a Berlín, sólo quisiera recordarle un detalle más. Decía Nele Hertling, directora del Hebbel Theater, hablando del contexto berlinés de 1997: 'El desproporcionado recorte presupuestario puede hacer que la cultura caiga en un provincianismo que aquí nunca antes habíamos tenido'. Parlem clar i alemany: un provincianismo que a nosotros nunca ha dejado de acecharnos y que ahora nos amenaza de manera alarmante.

Pablo Ley es crítico de teatro.

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