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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Piezas de museo

El pasado reaparece, a veces, como un fantasma abominable. Y aunque mirar atrás es imprescindible para saber cómo hemos llegado hasta aquí, ningún presente ni tampoco ningún futuro es prisionero de lo que fue. Claro que hay excepciones. Dos libros recientes y algún coloquio al que he asistido sobre cómo se educaba a las españolas en las décadas de 1940 y 1950 me han devuelto una desazón olvidada, pero que, a la vez, permite entender ciertos misterios incomprensibles del presente.

Hay pasados -no tan lejanos- de escalofrío que convierten a las mujeres que hoy tenemos más de 45 años en verdaderas piezas de museo. Somos reliquias de una época en la que se decían cosas como ésta: 'Las muchachas deberán rehuir aquellos ejercicios cuya práctica, como el ciclismo y la equitación, puede producir irritaciones genitales que, en algunos casos, podrían ser el origen de excitaciones eróticas' (Guía médica sexual, 1963). O ésta: 'Mentir es una cobardía. Por eso las mujeres, seres débiles, mienten más que los hombres' (Antonio Herrero, maestro nacional, en Lecturas educativas, 1955). O como ésta: 'Las mujeres nunca descubren nada; les falta el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles' (Pilar Primo de Rivera, delegada de la Sección Femenina, en febrero de 1942). O, permitidme una más: 'Si ha tenido tres novios, déjala. O fue ligera en aceptarlos, o ligera en despedirlos, o la dejaron a ella por incapaz' (Ángel Ayala, jesuita, Consejos a los jóvenes, 1952). Si yo misma no hubiera oído y vivido cosas muy parecidas, no podría creer que alguna vez fue realidad esa increíble recopilación de barbaridades que ha hecho el periodista Luis Otero en su tremendo libro He aquí la esclava del señor (Ediciones B).

Las que recordamos perfectamente una educación basada en que 'el hombre ha sido creado para dominar el mundo; la mujer para dotar de sentido a ese dominio por medio del amor' (José María Cabodevilla, sacerdote, Hombre y mujer, 1960) somos, desde la perspectiva del presente, incomprensibles supervivientes de aquella barbarie que hoy hace llorar de risa a las nuevas generaciones. Y ese es ahora nuestro gran consuelo: ser capaces de reírnos con los jóvenes del gran absurdo en el que nos metieron y del que salimos como pudimos. Si salimos. Porque ya se sabe que esas cosas dejan su huella en el alma y, tal vez, el recordarlas permita comprender ahora episodios tan ridículos y actuales como el del Círculo del Liceo o tan dramáticos y persistentes como los malos tratos. O incluso otras muchas cosas que perpetúan un mundo de buenos frente a malos, de dogmas inmutables frente a errores pertinaces. Un mundo en blanco y en negro sin posibilidad de matiz. Es decir, una tristeza honda, que asoma la oreja revestida de gran modernidad en cuanto se baja la guardia.

En la presentación del libro de Maria Mercè Roca El món era a fora -diez relatos de diez vidas femeninas de esa generación de piezas de museo (Planeta)- nos reímos, pero también lloramos, contrastando cómo quisieron que fuéramos las mujeres: inofensivas mosquitas muertas al servicio de la estulticia. Las experiencias eran comunes, y la peor de ellas, el desconcierto: ¿qué he hecho yo para merecer esto? Pero salieron -salimos- vivas y con alguna lección bien aprendida: la de la resistencia al adoctrinamiento para el que tan cuidadosamente se nos preparó. Debe de ser un milagro -además de un evidente fracaso educativo- que todas esas historias recientes se hayan convertido en motivo de estudio y las miremos hoy como quien se interesa por la prehistoria. Si lo hay, el mérito es sólo nuestro, aunque, la verdad, es que las mujeres sabemos poco de autoconcedernos esa cosa tan varonil que son las medallas.

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