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Cincuenta años en la estela de Wittgenstein

Manuel Cruz

Hay libros en los que uno se siente como en casa. La sensación no tiene que ver fundamentalmente con el acuerdo perfecto o la coincidencia absoluta con lo que en ellos se sostiene, sino con un elemento al mismo tiempo más general y más concreto. Lo general suele ser algo parecido al tono, el enfoque o la perspectiva de los que se provee el autor para adentrarse en el territorio teórico propuesto. Lo concreto, los problemas escogidos, los argumentos desarrollados o los autores convocados a modo de interlocutores complementarios en el imaginario diálogo con el lector. Probablemente no baste con una sola de las partes para alcanzar el efecto señalado: hace falta una combinación de ambas, una extraña, secreta y en buena medida azarosa articulación de las mismas para que se termine generando esa cálida atmósfera de familiaridad en la que la travesía de las páginas no requiere propósito o voluntad alguna, sino que constituye un gesto espontáneo, inevitable y natural, como la respiración o la mirada.

Con los textos de Wittgenstein, a menudo se tiene esa sensación. Una sensación que el paso del tiempo no ha hecho sino incrementar. Mañana se cumplen cincuenta años de su muerte. Que Wittgenstein es uno de los filósofos más importantes del siglo XX -si no el que más- ni siquiera constituye hoy objeto de discusión en ninguna parte. Pero esta práctica unanimidad en la valoración no debiera movernos a engaño. Exagerando un poco, podría decirse que una unanimidad de signo contrario -esto es, que ignoraba casi por completo su aportación- era moneda corriente hace medio siglo. Bastaría recordar el escandaloso olvido de sus propuestas por parte de filósofos que tenían desde nuestra perspectiva actual poca excusa para hacerlo, como Stegmüller o Ayer. El contraste es demasiado vivo como para echarlo en saco roto, pero habría que ser cuidadoso a la hora de extraer enseñanzas del mismo.

Tal vez una clave para entender el creciente protagonismo que ha ido adquiriendo la figura de Wittgenstein la podamos encontrar en las últimas palabras que pronunció antes de morir y que ya se han convertido en legendarias. 'Dígales a mis amigos que he vivido una vida maravillosa', pidió a la persona que le cuidaba. Su vida, efectivamente, ha despertado el interés de numerosos biógrafos, que han ido encontrando en la peripecia de este autor una fuente inagotable de incitaciones y sugerencias. A diferencia del común de los filósofos -cuya existencia, como ha teorizado Agnes Heller, se acostumbra a caracterizar precisamente por la ausencia de aventuras u otros episodios personales dignos de ser narrados-, Wittgenstein vivió su vida con una decidida intensidad, poniéndose en juego a cada poco, replanteando sin temor la totalidad de su propio proyecto cuando la situación lo requería, afrontando los retos que se le brindaban con un orgullo inocente y descarado.

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Si a esto unimos el carácter a menudo fragmentario de sus escritos, la diversidad de cuestiones por las que se interesó, o los variados géneros literarios de los que se sirvió (del tratado más sistemático al diario más personal, pasando por los apuntes aforísticos), se comprende que el resultado sea una figura sumamente atractiva a los ojos de muchos. De tantos, que se hace difícil encontrar hoy en día un autor o una escuela filosófica que, de una u otra forma, no se reclamen de alguna de sus afirmaciones: su tesis de que los juegos de lenguaje equivalen en última instancia a formas de vida ha interesado a los hermeneutas, que han visto en ella la posibilidad de establecer paralelismos con el mundo de la vida husserliano; sus referencias a la noción de lo místico han atraído a metafísicos de variado pelaje, que han acariciado la idea de encontrar un actualizado aval para sus viejas y agrietadas construcciones, e incluso ha habido quien ha interpretado el célebre dictum del Tractatus 'acerca de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar' como un cuestionamiento de las potencialidades de la razón, cuestionamiento que en cierto modo estaría anunciando el programa de crítica radical de aquélla emprendido por la postmodernidad. Todo ello por no mencionar a quienes desde las filas de la propia tradición analítica reivindican, aportando incuestionables títulos teóricos, el nombre de Wittgenstein como el de uno de los suyos.

¿Reside en esta reivindicación casi universal de su pensamiento la sensación de familiaridad que comentábamos al principio? Como mínimo resulta dudoso. Tal vez fuera más fecundo plantearse la hipótesis de que la condición de filósofo por excelencia del siglo XX la haya adquirido Wittgenstein por su particular forma de ejercer el pensamiento, por su concreta manera de entender la tarea de filosofar. Una manera que, se suele señalar desde una perspectiva académica erudita, inspira el giro de la filosofía analítica hacia el lenguaje ordinario, pero que, si ampliamos el foco de nuestra atención, podremos comprobar que implica una forma completamente distinta de entender el objeto de la filosofía en cuanto tal. Forma que bien pudiera resumirse así: la disposición teórica por la que se atribuye un valor de conocimiento al lenguaje común con el que todos operamos normalmente resulta ampliable a esa otra instancia que, por analogía, podríamos denominar discurso ordinario.

Cabría afirmar entonces, parafraseando a otro autor de esta misma corriente (John L. Austin), que nuestro común stock de ideas incluye todas las distinciones que a los hombres les han parecido dignas de establecer, así como las conexiones que les han parecido dignas de hacer en el curso de la vida de muchas generaciones. No se trata sólo de un cambio de acento, sino de un reordenamiento teórico de consecuencias extremadamente importantes. Porque ya no procederá que el filósofo se siga aplicando a las tradicionales tareas de fundamentación previa -o de crítica a la falta de fundamentación, que tanto da a estos efectos- de cualquier afirmación, sino que lo procedente será que se ocupe en analizar la función de todas esas ideas, valores o concepciones que sin duda compartimos.

Alguien podría objetar que, soslayando el debate acerca de la fundamentación, se esquiva el problema del origen de buena parte de lo compartido. Incluso ese mismo alguien podría -rizando el rizo de su recelo- advertir que por semejante vía podríamos terminar encontrándonos con la restauración de nociones y categorías que, de presentar explícitamente su árbol genealógico, tenderíamos a rechazar. Tal vez sí, pero no se alcanza a ver qué tendría eso de malo, si lo restaurado soporta bien la prueba de la crítica. En realidad, ya no parece jugarse gran cosa en este orden de discusiones. Es el mecanismo mismo de la sospecha, inspirador de buena parte de los esquemas teóricos dominantes a lo largo del siglo XX, el que parece haber saltado por los aires. Lo que importa, en suma, de un pensamiento es qué horizonte discursivo abre o en qué articulación entra con nuestra experiencia, no de dónde proviene o a qué tipo de supuestos últimos remite. El valor de una idea ha de medirse por los efectos -de todo tipo- que produce.

Acaso sean más bien éstas las razones por las que, en algunos textos de Wittgenstein, uno se siente como en casa. Porque nos permiten liberarnos de la lógica de los superyoes doctrinales, de las tutelas filosóficas de cualquier signo -tutelas que en el pasado parecían doblar al pensamiento como su sombra ineludible-, y esa liberación genera sus efectos específicos. La crítica wittgensteiniana a la expectativa de la fundamentación del discurso habilita un espacio para la reconciliación con todas aquellas ideas -por más sospechosas que pudieran haber resultado en su momento- que acrediten su utilidad para la vida, por decirlo a la nietzscheana manera. Dicho espacio no dispone de una estructura previa ni de una arquitectura preestablecida, sino que posee la fluidez y la complejidad de nuestro propio vivir. Aquello que pensamos conforma una frágil unidad, caótica y desdibujada. Pensamos diversas cosas, de muy distinto tipo y al mismo tiempo. Liberándonos de las tutelas, nos liberamos simultáneamente de una objeción. Ha perdido gran parte de su sentido el viejo reproche de eclecticismo. Probablemente, el eclecticismo sea hoy lo más parecido al mestizaje en materia de pensamiento.

Acaso el conjunto de lo anterior se deje condensar en una sola afirmación: Wittgenstein puso las condiciones para una nueva mirada, tanto sobre el mundo como sobre el pensamiento mismo. Ése era, a fin de cuentas, uno de los consejos que gustaba de repetir a sus alumnos: 'No pienses, mira'. Lo que equivalía a decir: pon los medios para que lo real muestre toda su riqueza, te regale todos sus tesoros. Recuerda los momentos en los que tu convencimiento de que aquella situación carecía de todo sentido fue lo que te permitió vivirla libre, intensamente, y aprende de la experiencia. Ten el mínimo de ideas previas y, sobre todo, procura no ponerlas por delante de lo que haya que pensar, como carreta delante de bueyes. En definitiva, no hagas caso de la vieja máxima. Atrévete a ignorar. Únicamente así terminarás por saber.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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