Baño de multitudes
Una cascada tobácea y un manadero tumultuoso forman este espectacular rincón de la serranía de Cuenca
El nacimiento del río Cuervo es, después de la Ciudad Encantada y de las casas colgadas sobre la hoz del Huécar, el asunto más fotografiado de Cuenca y, sin comparación, el que más turbas reúne, más incluso que la procesión de los Borrachos. Días pasados, por haber, había hasta una congregación de monjas cantando una salve frente a la gran cascada tobácea, para pasmo de las canoras avecicas que trinar suelen en este soto. Sólo faltó que los muchos catalanes que se habían desplazado hasta allí aprovechando el puente de Sant Jordi se hubiesen puesto a bailar sardanas para que el caos hubiera alcanzado la perfección del camarote de los hermanos Marx.
Así las cosas, nosotros sólo podemos recomendar honestamente esta excursión para un día laborable y que esté lloviendo más que cuando enterraron a Zafra. Pero como tal libertad no está al alcance de todos, vamos a explicar qué es eso de una cascada tobácea, para que al menos la gente que se ve obligada a viajar como los rebaños de la Mesta saque algo en claro de entre tamaña confusión.
Cascada tobácea es la que se origina al resbalar durante siglos un río por uno de esos escarpes verticales tan frecuentes en las sierras calizas -cual es la de nuestra vecina provincia- y depositarse poco a poco en la pared el carbonato cálcico disuelto en las aguas, formando gradas, repisas y colgajos a modo de estalactitas que, tapizados de musgo, hacen en conjunto el efecto de una gigantesca y chorreante esponja verde. A esta combinación de elementos y fuerzas telúricas debe su belleza primigenia la cascada en la que el Cuervo se echa a volar a los pocos segundos de nacer.
El sendero -por llamarlo de algún modo- que conduce hasta este salto famoso -quizá demasiado- arranca en el gran aparcamiento -nunca suficiente- que hay habilitado junto a la carretera CM-2106, a 13 kilómetros de Tragacete y a tres de Vega del Codorno, término al que pertenece. Concebido sin duda para evitar que la muchedumbre arrase las riberas, el tal sendero es en realidad un alargado redil que nos obliga a subir entre dos empalizadas, llevando a mano izquierda el río y a la diestra un lozano pinar, hasta llegar 300 metros después frente a la cascada tobácea. Y así, entre vallas y señales de prohibido el paso, es como debemos admirar esta prodigiosa escultura inacabada e inacabable cuya roca se está haciendo de continuo, adoptando caprichosos volúmenes por entre los que el río se escurre y desmenuza en cientos de hilos, como un artista sudoroso y desmelenado sumido en pleno proceso creativo.
La prolongación del sendero nos lleva como reses encallejonadas hasta la parte superior de la cascada, donde nuevas cercas de madera protegen al recién nacido Cuervo y a su algodonosa corte de sauces, tilos, acebos, bojes, arces y avellanos. Tanta estacada nos da que pensar: ¿Qué fue antes, el acondicionar el lugar como un parque de ciudad o el ritual de arrojar monedas al Cuervo como si fuera la Fontana de Trevi? A lo peor ocurrió en este orden. Pero tanto da: el orden de los despropósitos no altera el producto.
Poco más arriba, cruzamos por un puente de madera el río niño, que es lo más cerca que vamos a estar nunca de él, y llegamos a través de una luminosa pradera al nacimiento del Cuervo. Aquí, por una pequeña grieta del cerro San Felipe, a 1.490 metros de altura, las aguas surgen tumultuosamente tras abrirse paso por galerías soterrañas, disolviendo y horadando la roca caliza en un proceso inverso al que origina unos metros más abajo la cascada tobácea.
Las empalizadas y las señales no dejan seguir adelante, sino que obligan a bajar al aparcamiento por la margen derecha del río. Pero antes la tradición manda hacerse el retrato de rigor. Como a las parejas les faltan manos para abrazarse y disparar, en un rato hacemos media docena de favores con cámaras ajenas. Un fotógrafo de parque de atracciones, aquí se forraría. Y tampoco desentonaría.
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