_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El mundo: un jardín lleno de abrojos

Estamos ciertamente rodeados de problemas y de males, no podemos olvidarlo y engañarnos creyendo que no hay nada en el mundo que requiera un profundo cambio: es verdad. Pero también es cierto que no podemos volvernos una especie de plañideras, como las que se alquilaban para acompañar en los entierros.

No podemos estar satisfechos. Pero quiere esto decir también que nunca hemos de desconocer ni despreciar los valores positivos de nuestro mundo. ¿Por qué los hemos de desconocer, dejándonos llevar por una sensación de morboso sadismo? Yo creo que nada ganamos, para los que padecen mayores males que nosotros, el no saber descubrir que nosotros gozamos de suficiente abundancia y, eso sí, que los otros deberían gozar también. Esto es verdad, y debemos hacer algo decisivo para que los demás los disfruten igualmente, sin permanecer nosotros en una reacción poco sana.

Lo primero que debemos recordar es que, en nuestra tradición judía, el Talmud nos recuerda que 'cada uno deberá dar cuenta en el Más Allá de todos los placeres permitidos de los que se haya abstenido'. Jesús, el judío-judío, no fue un triste asceta, ni dejó de valorar, ni de disfrutar lo que estaba a su alrededor. Cristo sintió todos los afectos humanos y se gozó con ellos, como recuerda San Agustín: '¿Quién -se pregunta- pudo vivir sin aficiones?', porque 'sin pasión, ¿se puede vivir bien?'.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Somos seres de carne y hueso, no espantapájaros de todo placer.Entonces, ¿no deberemos volver a descubrir el jardín en el cual también vivimos?: el que describió la Biblia en el Génesis; que no tenemos que dominar ni abusar de él sino que puso al hombre allí 'para que lo guardara y lo cultivara', según el relato más primitivo. Y ver, tras la cara fea de este mundo, la otra cara; porque el mundo de la creación es 'muy bueno'. Y fomentar en él su disfrute para todos sin exclusión.

Este mundo padece muchos males; pero, ¿no deberíamos preguntarnos?: ¿no son más los bienes que los males si miramos todo a la larga? ¿No es cierto que 'muchas personas se pierden las pequeñas alegrías esperando la gran felicidad', como decía la novelista Pearl Buck, que supo descubrirlas en la olvidada China de su tiempo?

Dostoievski confesaba: 'No comprendo cómo se puede pasar ante un árbol sin sentirse feliz; hablar con otro ser humano, y no ser feliz considerándolo; ¡cuántas cosas bellas ocurren a cada paso!'. Sin olvidar que 'el modo más agradable de hacernos agradable la vida es hacérsela agradable a los demás', como decía el poeta Graf.

Y todo porque 'la poesía es necesaria al hombre', según un escritor nada sospechoso como es el crítico Voltaire. No podemos abrumarnos sólo con lo malo que resalta a nuestros ojos, también hay algo mejor que no nos fijamos en ello, o no hacemos nada para conseguirlo con el fin de que todos lo disfruten. Nuestra ejemplar pensadora María Zambrano, en plena guerra civil española, viviendo los bombardeos y penurias del Madrid cercado por los rebeldes, descubre la necesidad de la 'razón poética'. Una razón que no sea la fría razón general, que olvida lo concreto y positivo de cada momento de la vida y de cada persona, que deberíamos ampliar para disfrute de los demás y para que esos momentos buenos fuesen así completos.

¿No era el poeta, amigo de la Revolución Francesa, Schiller el que, descorazonado por las crueldades de esa explosión social, descubrió que el error en que habían incurrido los franceses era olvidar que sólo 'por la belleza es como se alcanza la libertad'? Por eso, ¿no tiene razón aquel místico sufí cuando confesaba -un hombre tan religioso- que 'llevar el gozo a un solo corazón es mejor que construir mil templos'? España menos mal que ya empieza a no ser la que fue, aquello que cantaba entristecido Blas de Otero en su poesía:

'¡Santiago y cierra España!, derrostran con las uñas / y con los dientes rezan a un Dios de infierno en ristre, / encielan a sus muertos, entierran las pezuñas / en la más ardua historia que la Historia registre'.

Y, por si esto fuera poco, 'Alángeles y arcángeles se juntan contra el hombre'. Pero España es una espaciosa madre, y hay que pedir de ella lo que se quiere negar injustamente a los inmigrantes, recordando nuestros pasados tiempos de mal recuerdo, como es ahora el suyo. Sin embargo, pedimos confiados: 'Madre y maestra mía... Júntanos madre. Haz habitable tu ámbito'. Termina de este modo Blas de Otero, como debemos hacer nosotros. Ya que 'vivir para otros no sólo es ley del deber, sino también ley de la felicidad', como enseñó un filósofo que tanto hemos criticado los creyentes: Augusto Comte.

¿Por qué, me pregunto yo que fui educado en el cristianismo, no se me ha recordado la faz positiva del mismo y, por ello, la actitud que un cristiano debe adoptar, y que Nietzsche resumió así, criticándonos con razón: 'Yo creería en vuestro cristianismo, si viera en vosotros la alegría del que está redimido'. Si esto lo hubiéramos sabido y practicado, otro gallo nos cantara. Porque en el Pastor de Hermas, el primer catecismo del cristiano, escrito en el siglo II cuando la doctrina de Jesús todavía rezumaba su abierto estilo de vida, enseñaba: 'Arranca de ti toda tristeza'. ¿Por qué? Porque 'quien está alegre es el que hace el bien'.

La novela que me sugirió todo esto, cuando la leía, es aquella de la escritora argentina Verónica Fernández-Muro Vuelta al jardín. Que me alentó en la eterna búsqueda hacia lo que está en el fondo de todo, el Fundamento del que hablaba el último Tierno Galván, como hacía Antonio Machado que nunca acababa de encontrarlo. Lo llamaba Dios porque era lo que hubiera querido que fuera ese Dios que nos enseñaron falsamente. Vivía sus sueños como Calderón pinta a un buen sabio español en La vida es sueño. Era, se confesaba a sí mismo Machado, 'pobre hombre de sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla'.

Son muchos los compatriotas que no quieren llamarle Dios a esa experiencia que se les escapa de las manos. Y quizá tienen razón, porque el Dios que nos han contado en los libros de religión es un Dios que no convence: era 'el Dios adusto de la tierra parda', el tremendista de algunos de nuestros pintores o escultores. El Jesús sanguinolento de la Edad Media; y no el Jesús real, el glorioso de las imágenes orientales lleno de fuerza, vida y resurrección.

¿Vuelta entonces al jardín? Ojalá sepamos realizarlo y compartirlo sin exclusivismos.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_