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Nuestro futuro, ¿'cuestión de juristas'?

Ricardo Alonso García

Hace unos meses, apenas finalizadas las arduas negociaciones de Niza sobre la reforma del Tratado de la Unión Europea y de los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas (y otros actos conexos), tuve la ocasión de participar en uno de los primeros seminarios organizados en nuestro país para presentar públicamente sus resultados.

El acto, que contó con la presencia de destacados especialistas nacionales, algunos de ellos miembros de las propias instituciones europeas, fue solemnemente inaugurado por un alto cargo del Gobierno, que concluyó su generosa intervención (sobre todo en tiempo, pues duró más de una hora) diciendo, poco más o menos (no tuve tiempo de tomar apuntes textuales), que la clarificación y simplificación de los Tratados era un tema menor que sólo interesaba a los juristas.

Frivolidad semejante carecería de importancia mayor si no fuera por la seriedad del contexto en que se produjo y por el alto rango de su autor, cuya opinión, mucho me temo, es compartida por gran parte de la clase política dirigente española y de los otros Estados miembros de la Unión.

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Por lo pronto, se trata de una cuestión que, más allá de los juristas, parece preocupar, al menos de cara a la galería, a los propios Gobiernos que negociaron Niza, puesto que en una declaración sobre el futuro de la Unión, aneja al Acta Final de la Conferencia Intergubernamental, se convino que la futura Conferencia prevista para 2004 debería abordar, en particular, el problema de 'la simplificación de los Tratados con el fin de clarificarlos y facilitar su comprensión sin modificar su significado'.

Pero aclaremos de qué estamos hablando exactamente antes de continuar con nuestra reflexión.

La Constitución española, suprema norma que rige la convivencia de los ciudadanos, incluidos los juristas, cuenta, recordemos, con un breve preámbulo, 168 artículos, cuatro disposiciones adicionales, nueve disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y una disposición final. En total, pues, no alcanza doscientos preceptos, como tampoco alcanzan tal número, y en algunos casos ni siquiera la centena, la mayoría de las Constituciones de los demás Estados miembros de la Unión (tan sólo sobrepasado por los Países Bajos -por muy poco- y Portugal -cuyo texto constitucional se sitúa en torno a los trescientos artículos-).

Pasemos del escalón nacional al europeo. ¿Qué son exactamente esos Tratados -de la Unión y de las Comunidades Europeas- respecto de los cuales nuestros gobernantes reclaman (y la reclamación no es en absoluto novedosa) una profunda reflexión a los efectos de su posible simplificación 'con el fin de clarificarlos y facilitar su comprensión'? Pues son, ni más ni menos, la 'carta constitucional' (y la expresión no es mía, sino del Tribunal Europeo de Justicia) del propio entramado político europeo, al que España, y de manera similar nuestros socios, ha atribuido 'el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución' (según reza el artículo 93 de nuestro texto constitucional).

Sin entrar en disquisiciones, que no vienen aquí a cuento, pese a su importancia, me limitaré a señalar que, desde 1986, nuestra convivencia está presidida, en régimen de mutua tolerancia constitucional, por la Constitución de 1978 y por los Tratados de las Comunidades Europeas, a los que vino a superponerse en 1992 el Tratado de la Unión.

Capaces hemos sido todos (y no sólo los juristas), con el paso del tiempo, de ir asumiendo, y entendiendo como algo muy importante en nuestras vidas, la Constitución de 1978. Veamos si estamos en disposición de hacer lo propio con la 'carta constitucional' europea, de la cual también depende, de manera cada vez más determinante, nuestro futuro.

Esa 'carta constitucional', sobre la que tuvieron que pronunciarse en su momento y tras sus sucesivas reformas (Maastricht y Amsterdam) las Cortes Generales, por mayoría absoluta en el caso del Congreso, y respecto de la cual se ha solicitado en alguna ocasión el respaldo por el pueblo español mediante referéndum, consta de cuatro Tratados -el de la Unión y los de las Comunidades Europeas- con sus correspondientes anexos, a los que hay que añadir treinta y siete Protocolos, cuyo valor es el mismo que el de los Tratados, o, lo que es igual, hay que leer y entender aproximadamente ¡ochocientos artículos! (los más de seiscientos cincuenta artículos de los Tratados más los de los Protocolos, algunos de los cuales cuentan con más de cincuenta preceptos). Ello por no mencionar las Declaraciones, de escaso valor jurídico, pero de alto valor político, que en más de cien han acompañado a las reformas de Maastricht, Amsterdam y ahora Niza (que añade cuatro nuevos Protocolos, si bien deroga algunos de los vigentes, y veintisiete Declaraciones).

Si de la pura cantidad, de por sí considerable, pasamos a su complejidad, el resultado no puede ser otro que la perplejidad: no sólo incorpora la 'carta constitucional' europea cuestiones que en un plano interno apenas merecerían la atención del legislador, sino que la esencia de cualquier constitución 'material', que no es otra que el reparto de poderes y los límites infranqueables de éstos frente a los ciudadanos, se aborda de una manera casi ininteligible, cuando no brilla por su ausencia: ni está claro el reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros, incluido el papel que en dicho reparto están llamadas a desempeñar las instancias territoriales infraestatales, ni es, desde luego, ejemplarmente lógico el proceso decisorio en el seno de la Unión (que, conviene insistir en ello, cada vez decide más, en detrimento, voluntaria pero quizás no conscientemente asumido, de los Parlamentos nacionales), ni son diáfanos de cara al ciudadano sus derechos inviolables, cualquiera que sea la instancia de poder, nacional o europeo, a la que se enfrente (pues, en lo concerniente a los derechos que nos reconocen nuestras respectivas Constituciones nacionales, sigue perdurando la eterna duda acerca de si ceden o no frente a las instancias europeas, y por lo que respecta a los derechos proclamados en el propio escalón europeo, contamos con una Carta de Derechos Fundamentales, solemnemente proclamada en Niza, pero no insertada en los Tratados, a modo de 'fuente de inspiración' de un Tribunal Europeo de Justicia no sometido al control, como lo están los más altos Tribunales de los Estados miembros, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo).

Cierto es que nuestros gobernantes también se han comprometido a abordar estos puntos en la Conferencia Intergubernamental de 2004. Pero no lo es menos que sus compromisos cada vez merecen menos crédito. Y desde luego no arroja especial esperanza el hecho de puntualizar que la operación de simplificación no debe alterar el significado de la 'carta constitucional' si por ello debemos entender seguir estando presididos por un texto (o, mejor dicho, una abundante pluralidad de ellos) que el ciudadano, no nos engañemos, no entiende en absoluto, y que el jurista, investido en este caso a la fuerza por el manto sacerdotal que le impone el político (que llegará un momento en que se las deseará poder llegar a imponer, habida cuenta del escaso interés que el estudio del Derecho de la Unión sigue despertando en nuestros Planes de Estudio, por no mencionar los temarios a las oposiciones para altos funcionarios, incluidos los jueces), se ve obligado a intentar hacer accesible, con muchos y cada vez mayores esfuerzos, constantemente (no es ocioso recordar que en los treinta primeros años de funcionamiento de las Comunidades Europeas no hubo ninguna reforma constitucional de enjundia y que en la mitad de tiempo siguiente ya hemos pasado por cuatro y hasta se ha previsto una quinta, a celebrar al mismo tiempo de la entrada en vigor de gran parte de la reforma de Niza).

Es hora de empezar a aclarar de una vez por todas hacia dónde se dirige la Unión Europea del siglo XXI, no sólo para recomponer un euro cuya debilidad estriba en gran medida no tanto en su -por el momento- falta de presencia física como en la incertidumbre respecto del quo vadis de la Unión que nos (y más que a nos, a los inversores) ha rodeado, y sigue haciéndolo, en la última década. Y es hora de empezar a hacerlo, valga la redundancia, de una manera clara, no porque yo ni nadie lo exijamos como mejores o peores juristas, sino porque lo exigimos como ciudadanos. De otra manera, y por lo que a mí y a mis conciudadanos respecta, seremos los primeros en ver el euro y también, quizás, los primeros, a través de nuestros representantes, en ratificar el Tratado de Niza para inaugurar brillantemente la Presidencia de la Unión, que nos corresponde en el primer semestre de 2002; dudo, en cambio, que seamos los primeros en saber de qué va todo esto.

Ricardo Alonso García es catedrático de Derecho Administrativo y Comunitario de la Universidad Complutense.

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