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Columna
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El Lliure y los cerezos

Para dejar constancia teatral del traslado -¡ay!- del Lliure a su nueva sede del Palau de l'Agricultura, Lluís Pasqual escogió L'hort dels cirerers, comedia de Antón P. Chéjov. El asunto de la obra se centra en la necesidad de dos hermanos de abandonar la vieja mansión familiar y su bello e inútil huerto a causa de las insostenibles deudas contraídas. Dicen los que vieron el montaje que Pasqual se recreó en todos los armónicos de la pérdida y la nostalgia, acentuando los paralelismos entre ficción y realidad hasta tal punto que Anna Lizarán, en el papel de L. A. Ranevskaia, llegaba a abrazar desesperadamente una maqueta del viejo local de Gràcia, su casa, huerto y memoria teatral.

Georges Banu, crítico teatral rumano-francés, nos propone en su ensayo La Cerisaie, cahier d'espectateur (Éditions Actes Sud) una lectura quizá más audaz de la pieza de Chéjov. La única manera de salvar la memoria del jardín y la mansión consiste, paradójicamente, en su demolición para, acto seguido, levantar allí una colonia de casas de veraneo y así saldar las deudas. Los protagonistas, aristócratas arruinados, no soportan la solución posibilista aportada por Lopakhin -el hijo de los masoveros y ahora adinerado empresario- tachándola de 'vulgar'. No aceptando esta necesaria reconversión, deben renunciar a todo y abandonar la casa a toda prisa. Y aquí, apunta Banu, es cuando la comedia se hace trágica, ya que no hay solución posible: de cualquier manera el jardín -la viva vivida, la memoria- está sentenciado a muerte. Mutatis mutandi: sólo renunciando a anclarse en su pasado puede diseñar el Lliure su futuro; lo que fue mansión privada abierta sólo a los amigos debe servir ahora de domicilio a nueva gente. ¿Por qué no se atrevió Pasqual a hacer esta lectura en positivo?

¿A qué se debió la reciente dimisión de Josep Montanyès? La respuesta es fácil: el conjunto de las instituciones implicadas en la operación Nou Lliure no desembolsaron la cantidad necesaria para hacer frente a la temporada inaugural. ¿Por qué, siendo la Generalitat la institución que faltó a su compromiso, todas las críticas se cebaron en Ferran Mascarell, regidor de Cultura del Ayuntamiento? Quizá porque, en materia de cultura, ya nadie espera nada de la actual Generalitat ni de su sonriente arbitrariedad, y sí aún del consistorio. ¿Por qué ante el incumplimiento de la Generalitat no se calzó Mascarell su disfraz de Superman y se apresuró a poner de su bolsillo -es un decir- la parte que ésta no quiso asumir, afianzándose así aún más en su condición de padrino del nuevo teatro? Él responde que la Generalitat tiene unos deberes y unos presupuestos en absoluto comparables con los del Ayuntamiento y que no hubiera sido pedagógico exonerar a la institución madre de sus responsabilidades.

Pero ¿no habría un segundo motivo en la negativa de Mascarell a tirar la casa por la ventana y marcarse un farol? Por ejemplo, que considerase tímido o insuficiente el giro dado por el Lliure -su nueva gestora, su consejo asesor, su programación aún hoy no dada a conocer...- y, en consecuencia, el sector privado siguiera sin aprobar la oportunidad del proyecto. No olvidemos que, justo un día antes de la dimisión de Montanyés, la empresa teatral privada se pronunció a favor de su titularidad pública, y algunas voces incluso llegaron a sugerir que el Palau de l'Agricultura se constituyese en teatro municipal. Tras la tormenta de la dimisión, Mascarell fue extremadamente parco en palabras: sólo aseguró que el Palau se abriría con Lliure o sin él y que allí se haría 'teatro de calidad'. ¿Una pista para iniciados o sólo una moratoria?

No, el Lliure no puede seguir siendo la familia Telerín, pero tampoco la casa de los Martínez, por poner un símil televisivo de los sesenta. Y a Mascarell le vino de perlas la racanería de la Generalitat para así, en el compás de espera, forzar una mayor apertura de las gentes del Lliure y, en consecuencia, garantizar tanto su pluralidad interna como la aceptación social del proyecto sin necesidad de agravios comparativos.

Los estatutos del Lliure, a diferencia del explícito ordeno y mando presidencial del TNC, insisten en la no intromisión de los poderes públicos en las decisiones artísticas que asuma el teatro. Pero ¿es oportuno el arbitraje político cuando algo muy delicado -como es el ecosistema teatral catalán- está en juego? ¿Debería ser el Lliure la casa común de nuestro teatro, acogiendo a representantes de todos los sectores, empresa privada incluida, en su seno? La pregunta está en el aire. Mascarell perdió una batalla pero quizá gane su guerra.

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