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Columna
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Suplantar al limpiabotas

Quisiera hablar sobre la antigua práctica (que considero hipnótica) de la contemplación de la vida que se expresa en calles, plazas, estadios o iglesias. Y necesito partir de unos recuerdos. Permítanme la evocación. Pasé mis primeros años de infancia en una pequeña ciudad ampurdanesa. Eran los años del franquismo puro y duro, años agrios para los adultos, pero de extrema libertad para los niños (libertad que hoy ha sido completamente extirpada: bajo una nube de regalos y controles, viven los niños del presente tan ferozmente encerrados en las doradas jaulas del eterno aprendizaje que incluso para jugar al fútbol tienen que pasar forzosamente por una escuela). En aquel entonces la televisión era cosa de ricos, y el cine, una liturgia dominical. El único divertimento gratuito e inagotable estaba en las calles. Al salir de la escuela, los niños de entre 8 y 12 años las invadían (bajo la atenta y tímida mirada de sus espectadores, los menores de ocho). Fisgoneaban en las tiendas, provocaban al herrero o al carpintero y competían haciendo sonar el timbre de las casas. Después se enzarzaban en emotivas batallas (un día contaré las que enfrentaban a 'castellanos' y 'catalanes') o se dedicaban a construir preciosos juguetes hoy perdidos, como el esclaflidor, que podríamos traducir por chasqueador, especie de arma construida con dos tipos de madera (saúco y olivo) que proyectaba a respetable distancia los llerons o lledons, pequeños frutos del lodoño, redondos y verdes como guisantes, pero de dolorosa consistencia pétrea.

Durante el invierno, las noches eran frías y precipitadas. Las madrugadas, en cambio, eran negras y maravillosas. A la seis de la mañana, mi abuela me arrancaba de la cama. Tenía las piernas hinchadas y me usaba a guisa de muleta para ir a misa. Avanzábamos muy lentamente por las silenciosas calles. Teníamos tiempo de saludar al vaquero, que estaba dando la alfalfa a sus tres vacas bajo una macilenta bombilla de 15 vatios, y al encargado del matadero, que distribuía a las entonces llamadas carnecerías los animales despellejados. Los transportaba en un pintoresco carro en forma de armario rojo tirado por un caballo gordo y lento. El mismo caballo y el mismo empleado dedicaban el resto del día a recorrer la pequeña ciudad con un carro metálico de ruedas neumáticas: recogiendo, por las mañanas, las basuras, y por las tardes, las heces que esparcían los muchos caballos que transitaban por unas calles generalmente sin asfaltar, junto a los primeros Seiscientos y Dauphin, unos arcaicos tractores y los autocares Pegaso. La iglesia más cercana pertenecía a un convento. Tenía el techo pintado de azul y sembrado de estrellitas: el cielo protector del ínfimo, quieto y seguro mundo de monjas y beatas. De rodillas ante el sagrario, el niño de seis años que yo fui contemplaba los complejos vestidos de las monjas, los sibilantes rezos de mi abuela y los extraños gestos del sacerdote, un anciano menudo y tripón, que pronunciaba el latín con voz de caverna.

Aquellos años lentos me educaron no sólo para la hipnótica contemplación del entorno. También me predispusieron a la literatura. En las iglesias de mi infancia tuve ocasión de entrar en contacto con la primera seducción del lenguaje literario: la música de las palabras. Es sabido que la poesía nació, en los primeros rituales religiosos, para expresar la extrañeza de los hombres ante el misterio del mundo. Y que esta primera poesía se fundamentaba, más que en los contenidos, en la fuerza sugestiva de los ritmos y las repeticiones (anáforas, paralelismos, rimas, estribillos). Esto es precisamente lo que tenía el latín de las misas y los rosarios de mi infancia: un poderoso magnetismo fonético (Stella matutina, ora pro nobis; Salus infirmorum, ora pro nobis; Refugium peccatorum, ora pro nobis). Y el griego: kirye eleison, criste eleison, kirye eleison. Idéntico magnetismo poseían las mágicas frases de los juegos: 'Churro, churromango, mangotero'. El segundo camino hacia la lectura era la fascinación, que nacía también en las iglesias, al calor de las fabulosas narraciones de la Historia Sagrada: Josué haciendo sonar el cuerno y las trompetas para derribar la muralla de Jericó, David venciendo al gigante Goliat con una honda, los viejos lúbricos acechando en el jardín a la casta Susana, Jonás habitando el vientre de una ballena.

En realidad, contemplación y lectura son dos caras de la misma actitud. El contemplador, para dejarse penetrar por las cosas y las gentes que le envuelven, tiene que aislarse de ellas. Debe segregarse del entorno que observa. Disfruta del espectáculo que le envuelve precisamente porque no participa en él. De aquellos que miran en vez de actuar, de aquellos que usan únicamente los ojos, se dice que son pasivos y soñadores, que huyen de la realidad. Nada más falso. La actividad del contemplador es febril. Aunque es distinta, naturalmente, de la de aquel que se deja arrastrar a la función, cualquiera que sea su papel: principal o secundario. A diferencia del actor, el contemplador adopta un punto de vista literario. Es coautor de la realidad que observa. Él es quien enfoca, describe, narra, cambia de escena o decide aquietarse en un detalle. Todas las decisiones son suyas, urde una individual telaraña sobre la realidad y construye ficcioncillas. Según la ya clásica definición de Vargas Llosa, el novelista, al recrear de nuevo el mundo, es un suplantador de Dios. Pues bien: el contemplador, deambulando por las calles, es el suplantador del limpiabotas de Dios. No recrea propiamente nada, pero saca brillo a la realidad menor, una realidad generalmente invisible, carente de épica y de lírica, pero con frecuencia no menos interesante, emocionante o divertida que la mayor. Siguen estando, pues, al alcance de todo el mundo todas las maneras gratuitas e inagotables de practicar el ocio: mirar por la ventana, sentarse en la terraza de un bar, pasear sin prisa entre las gentes. Y evocar, si se tercia, unas escenas de infancia.

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