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La vida en las márgenes del río Mamoré

Los pobladores de esta zona boliviana aprovechan el paso de los cargueros que transportan combustible para trocear sus escasos recursos por gasolina, alimentos y medicinas

Se percibía desde lejos su desesperación por llegar hasta la embarcación. De pie, en medio de la pequeña canoa, agitaba los brazos para llamar la atención, mientras dos mozos remaban afanosamente contra la corriente del río. Alertado, el timonel paró los motores del carguero, aunque la fuerza de la corriente arrastraba río abajo a la embarcación. Detrás de la cortina de lluvia, la canoa seguía luchando contra las aguas picadas del río.

"Soy Soledad Pacema y vengo desde más allá de la Esperanza, de Puerto Esperanza", dice mientras que con las manos intenta quitarse el agua que chorrea por su cara. Acaba de abordar el barco con un viejo botellón de aceite en la mano para trocar las cabezas de plátano, la yuca (mandioca) y los pomelos (toronjas) que traía en su canoa por un poco de diesel o gasolina.

"No tengo azúcar y quisiera dos cebollitas", dice tímida y con cierta angustia en la voz, a la vez que exprime su falda y sacude su blusa para que no se le pegue a los huesos. No debe llegar a los cincuenta, pero su extrema delgadez la hace parecer mayor. Mojada, chorreando agua, parece inmensamente sóla y triste, pero su rostro se ilumina cuando, además de la galonera, una mano le pasa una bolsa. "He puesto de todo un poco", explica la cocinera del carguero.

La lluvia, que con la fuerza del viento caía como latigazos, vuelve a castigar a los modestos navegantes que retornan a su pahuichi, a su casa de cuatro palos, techo de palmas y paredes de caña, un poco más adentro de la Esperanza, de Puerto Esperanza, con tres o cuatro litros de gasolina para el mechero (candela), cebollas, ajo y aceite para el puchero.

El viejo carguero de la Fuerza Naval de Bolivia reanudó la marcha, con 250.000 litros de gasolina y diesel para las plantas térmicas del norte boliviano, y, dispersos, algunos contenedores de carburantes para distribuir entre los pobladores que viven a orillas del río con 250.000 litros. Dos periodistas, que viajaban en el barco para ver de cerca el trabajo de los marinos de un país sin mar, fueron testigos, en los seis días de navegación, de pequeños dramas y de muchas necesidades.

Son 1.310 kilómetros de recorrido por los ríos de ancho cauce, entre 100 y 300 metros, que bajan desde las estribaciones de Los Andes y surcan el trópico y las llanuras, que representan dos tercios de la superficie territorial boliviana. El derrotero es por el Ichilo, el Mamorecillo, el Mamoré y el Itenez -cuyas aguas confluyen al Madera, principal afluente del Amazonas-, para llegar a Guayaramerín, en el extremo noreste boliviano, frontera con Brasil.

La Armada

La Fuerza Naval -que ahora lleva el pomposo nombre de Armada- fue creada hace 38 años para explorar y utilizar algo más de 17.000 kilómetros de ríos navegables además de uno de los lagos más grandes y a mayor altitud del mundo: el Titicaca, cuya soberanía comparte con Perú.

Sin mar ni puertos marítimos propios (Bolivia quedó encerrada entre los Andes y las selvas amazonicas en 1879 cuando Chile le arrebato 120.,000 kms de litoral en la guera del Pacifico), l a Fuerza Naval pasó pronto a fomar parte del sueño de los bolivianos de volver al mar, acicateado por la increíble propiedad de dos barcos, uno comprado y otro regalado por el ex presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, que sirvieron de escuela hasta que fueron desguazados.

Con una modesta flota, que incluye dos barcos hospitales, varios cargueros mercantes, lanchas patrulleras y una dotación especial prestada por Estados Unidos desde 1988 para la lucha contra el narcotráfico, la Armada tiene ahora dos astilleros, en los que pretende poner en marcha dos de sus más importantes proyectos: un buque escuela y un policonsultorio médico flotante.

Hacia el 2002 espera concluir la construcción de un catamarán de 40 metros de eslora por 13 de manga, que servirá de buque escuela para unos 50 marinos y con una tripulación de doce personas.

Hasta ahora, todos los marinos se forman en tierra y su primer contacto con el mar se produce en buques escuelas de Armadas como la argentina, la peruana o la española, un roce internacional que ha dado una especial singularidad a esta fuerza.

Aunque existen dos naves hospitales, una en el Titicaca y otra en la cuenca fluvial amazónica, sólo suelen realizar un recorrido cuando existe financiamiento de alguna Organización No Gubernamental (ONG) o de organismos internacionales de salud, a pesar de la gran necesidad que tienen los pobladores diseminados a lo largo de la vera del río.

Puede acomodarse una lancha con una sala de cirugía y consultorios de especialidades en el mismo lugar de modo que no se pierda tiempo y, a veces, la vida, en un lento viaje fluvial hasta un centro médico, según explicó el capitán de la base naval de Guayaramerin, Armando Ayala, quien además hizo notar que en la zona existe muchísima pobreza y muchas enfermedades: malaria, las diarreas, las infecciones respiratorias.

La Trasnaval es la marina mercante de la Armada boliviana, y su trabajo fuerte está en los ríos del norte del país, donde no existen caminos sino sendas que en tiempo de lluvia son intransitables y a las pistas apisonadas para avionetas acceden muy pocos.

"Antes, cuando no había libre mercado, nosotros transportábamos el 90% del carburante al norte, pero ahora la empresa privada nos ha dejado apenas un 35%", comenta el comandante de la Base en Puerto Villarroel, capitán de fragata Amílcar Morales, horas antes de que el carguero "Horacio Ugarteche" zarpara río abajo, aunque el mapa indica el recorrido hacia el norte.

El carguero, que lleva banderas rojas para advertir de la clase de carga que transporta, cuenta con una tripulación de doce personas y, en este viaje, cinco pasajeros. Durante el recorrido abordan el barco otras otras trece personas, algunas gallinas y un enorme pato.

"Es cierto que tengo que equilibrar entre la enorme responsabilidad de llevar esta carga, que es casi como viajar sobre una bomba, y la obligación de atender a esta gente, muy pobre o enferma, que pide que la transportemos algunos tramos por el río, que es el su único medio de comunicación", explicó el teniente de navío Edwin Gandarillas y, mirando el ancho y caudoloso río dijo, casi para sí, "no, no podría dejar sin auxilio a nadie en mitad del río".

Ojos de gato

Damaso Moron Melgar silba bajito en la oscuridad. Es noche cerrada, llueve torrencialmente y, por momentos parece que la embarcación hace aguas. Damaso mantiene firmemente con una mano el timón, mientras que con la otra ilumina, con un haz de luz que atraviesa la caída de agua, las orillas y el centro para mantener el curso correcto en un río bastante revuelto por la crecida y el viento.

Y sigue avanzando en total oscuridad. El timonel está costumbrado a ver en noche cerrada y, aunque es un río de cauce cambiante, conoce muy bien su curso. No en vano lleva 28 años surcando todos los ríos navegables de Bolivia.

La lluvia arrecia y el agua golpea con mayor fuerza la embarcación. Apiñados en la cabina, con la respiracion contenida y los ojos muy abiertos, los ocasionalea acompañantes del timonel intentan al menos adivinar la otra orilla. "Lo que hay aquí es mucha pobreza. Esta gente que vive en las márgenes no tiene de donde sacar ninguna ganancia, no tiene ingresos.¡De dónde va a sacar! Encima ahora el agua les está arruinando", se lamenta mientras lleva el carguero hacia la otra orilla.

"Ha visto que aquí funciona el cambalache, como llamamos nosotros al trueque. Salir en canoa les demanda mucho tiempo y esfuerzo y por eso, cuando pasan las embarcaciones, las alcanzan para conseguir algún alimento, o medicamento, ya que las postas sanitarias de los poblados grandes están alejadas y, por aquí, hay más de cien chacos y caseríos con gente que vive en el olvido". Calla. Mira el curso del agua y cambia de rumbo.

"Por los turbiones [aguaceros violentos], el Mamoré no tiene cauce estable y la fuerza de la corriente hace que se rellene el primer cauce mientras va canalizando otro. Es un río que no tiene lecho profundo y perjudica a la navegación, porque a veces el agua baja y tenemos que singuear".

Excepto por un tacómetro que marca la velocidad y el timón, el Ugarteche es un carguero que no tiene instrumento alguno de ayuda a la navegación. Como no tiene ecosonda para medir la profundidad, los marinos se hacen de cañas muy largas a las que se marcan los metros.

"Paramos, nos vamos en el deslizador y vamos midiendo la profundidad: uno, dos, tres, cuatro metros de profundidad, eso es singuear. Es un término muy local", dice satisfecho por la sencilla forma que tienen de solucionar problemas, que en otros países corresponden ya a sofisticada tecnología.

Morón Melgar es divorciado, "soltero de segunda mano", dice entre risas, padre de tres y abuelo de dos a sus 51 años.

"Soy romántico, muy romántico". Como no serlo con los deslumbrantes amaneceres y los atardeceres que convierten al río y a los cielos en plata, oro y van cambiando los sonidos de la selva. "Y me gusta mucho lo que hago, porque también trabajo bajo las estrellas".

Dámaso Moron Melgar vuelve a silbar. Y canta: "yo soy el trasnochador que vive en la oscuridad".

Los olvidados

Después de 900 kilómetros, por primera vez se ve a lo lejos luz. Es el caserío de El Trompillo, con 130 habitantes dedicados a la ganadería, que tiene un pequeño generador para iluminar algunas noches las orillas del río Mamoré.

Son contados los poblados, los más grandes tienen hasta 1.000 habitantes, que poseen este servicio o el alcantarillado o dotación de agua, no necesariamente potable. Los mejor dotados, que son los menos, tienen sistema de telecomunicaciones, escuelas de ciclo básico y secundario y hasta servicio de radio.

Las escuelas han comenzado a aplicar la educación bilingüe de la Reforma Educativa en una región donde conviven una veintena de etnias con lengua propia, aunque muchos de los jóvenes evitan utilizar su lengua materna. Los cayubaba recuerdan apenas un par de palabras (abiró, ven, y yeré, vamos) y la maestra confiesa que los mayores se estaban muriendo sin contar sus tradiciones a las nuevas generaciones. Aunque pierdan la memoria colectiva, es evidente que todos tienen algo que llevarse a la boca gracias a la pesca, la caza y la agricultura, principales actividades de los habitantes de las márgenes de los ríos.

Una flor en la cocina

A Gardenia Moroña y a su hija Selena, de 5años, les encanta navegar. Gardenia, una joven mujer, descubrió el gusto de surcar ríos a sus quince años, cuando acompañó a una prima suya que entonces trabajaba como cocinera en una embarcación.

"Cada río tiene su encanto, son como las personas a las que hay que ir conociendo en cada viaje", dice mientras corta afanosa la carne de res para la comida. Ya tiene cocidos los plátanos y las yucas, que se abrieron harinosas, están a medio machacar.

"Vamos a comer unos sonsos, que es la yuca machacada con queso y rebosada como tortilla", explica y vuelve al tema de los ríos.

"Este Mamoré es muy lindo, porque serpentea de un lado a otro. Ahora con la crecida de las aguas los peces se ha perdido, deben estar abajo, y nadie nos ha traído ni siquiera un zapato (un pez azul de escama grande) a cambio de carburante", y mientras vuelve a machacar la yuca en un enorme tacú (un tazón de madera) comenta "así que hoy también habrá carne".

Aunque las ollas no son muy grandes, parecen milagrosas, porque hay para todos en cantidad suficiente, aún en los días de mayor población flotante, los varios turnos de comensales se levantaban contentos de la mesa.

"Lo único que duele es la gente del campo, la gente que sale en sus canoitas, en sus lanchitas para pedirnos un medicamento, o también para cambiarnos fruta, o lo que producen por un poco de diesel para sus mecheros, o por pilas para su radio, en fin que en una casa y en una familia siempre se necesitan cositas que no las tienen a su alcance".

Se tapa la boca y se rie. "El alférez me reclamó porque me había gastado tanto aceite en un solo día, yo le dije que si somos tantos ahora necesito más aceite, pero la verdad, verdad, es que le dí como un cuarto de litro a esa pobre mujer, se acuerda? Le pasé cuanto estuvo al alcance de mi mano, porque me dió pena, y tenía la hijita afiebrada bajo la lluvia, me dio pena. Ésa es la parte triste de los ríos, la gente tan pobre". Pobre y sola, como Soledad Pacema que vive más allá de la esperanza, en Puerto Esperanza, en un corte del inmenso y anchuroso río Mamoré de Bolivia.

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