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Teatro catalán contra galimatías

La Generalitat trata de escabullirse de las responsabilidades contraídas con el Teatre Lliure. ¿Estamos ante una nueva manifestación de aquella beligerancia que ya le llevó en su día a levantar un 'teatro nacional' ex novo, al margen de la realidad del teatro catalán, y de cuyos polvos nos han sobrevenido tantos lodos?

Semejante episodio tan sólo es posible en el extraordinario galimatías que compone hoy el teatro catalán: ese mar de fondo constante, ininteligible para la mayoría, que parece enfrentar a todos contra todos. Ello es fruto de la falta ya insoportable de reglas del juego. Esta es la asignatura pendiente del Gobierno respecto al teatro catalán, la medida de una extraordinaria dejación de responsabilidades.

Cae un libro al suelo de una mesa de novedades. Es 'Habitació zero', de Miquel Bonany, quien se se considera un escritor dramático más que literario

Para hablar del Teatre Lliure y de la Ciutat del Teatre es imprescindible referirse a esa perspectiva más amplia y turbulenta que los envuelve y confunde. Sin una clarificación general del panorama teatral, todo se mezcla y cualquier proyecto que sea ambicioso atrae sobre sí tormentas ajenas y superpuestas. Algunas reflexiones me parecen imprescindibles al respecto.

1. El teatro público tiene dos misiones: garantizar la democratización y relectura permanente del repertorio teatral, el propio tanto como el universal, y propiciar la innovación creativa. Para ambas cosas es imprescindible una política realmente nacional de teatro, hoy inexistente, que cuente con el conjunto del territorio catalán. Como lo es también una apuesta docente seria, a lo largo de todo el proceso educativo, hoy vigente sólo en el nivel superior y completamente a cargo de la Administración local (Institut del Teatre).

2. Estos objetivos públicos requieren un acuerdo de coordinación teatral entre el Gobierno de la Generalitat y la Administración local, con el establecimiento de unos criterios ordenadores compartidos y de algunos programas concertados. En ese marco, habría que abordar y garantizar la necesaria complementariedad entre el Teatre Nacional de Catalunya y la Ciutat del Teatre.

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3. El teatro privado no es el malo de la película. Debe acabarse con los tópicos mezquinos al respecto: el teatro privado es compatible con los objetivos públicos y puede dar lugar a un teatro de la mejor calidad. Ésta es, sin duda, una constatación creciente e incontestable entre nosotros durante los últimos años. Toda cultura, además, precisa de una base empresarial consolidada, lo más potente posible, para alcanzar un lugar propio en la oferta cultural global. Habría que empezar a afear esa fácil apelación a la maldad intrínseca del teatro privado con la que alguno, a veces, trata de hincharse de razón abstracta, escondiendo de paso las propias limitaciones.

4. El teatro público debe desarrollar un terreno de encuentro público-privado, un programa-marco de concertación teatral, que sea la base sobre la cual sumar voluntades y recursos, cuantos más mejor, al servicio de objetivos de interés general. Mediante fórmulas de coproducción y de corresponsabilidad en todo el proceso, dejando definitivamente de lado las subvenciones a fondo perdido, y estableciendo en su lugar la reversión pública de una parte de las ganancias, para su aplicación a nuevas coproducciones. El teatro privado debería olvidarse definitivamente de la reivindicada cuota de destinación privada en los presupuestos públicos, dejando de percibir el gasto en el teatro público como algo que le es adverso. Ello corresponde a una pobre relación con lo público y a una visión de las cosas que abona la caricatura de lo privado que propician ciertas inercias.

5. En este contexto, el proyecto del Lliure se ha planteado siempre como un modelo nuevo de teatro público: autónomo del poder y participado, con un papel importante reservado para el público asociado. Así lo concibieron Fabià Puigserver y los suyos. Se trata de lo que venimos en llamar subsidiariedad social.

Este modelo tiene una piedra de toque: la legitimidad del sujeto colectivo que debe protagonizarlo. Esto es, además de la capacidad de concertación con las administraciones, sobre todo su trayectoria y su carácter abierto a los segmentos más avanzados del sector. La trayectoria del Lliure es clara: ha sido durante muchos años la referencia más estable del teatro catalán, con unos niveles muy elevados de calidad e innovación. Siempre ha proclamado, por otra parte, la voluntad integradora de su proyecto. La propuesta de Lluís Pasqual -en el proyecto de Ciutat del Teatre- de un sistema de dirección artística sujeto a renovación periódica mediante concurso-oposición de proyectos, abierto a toda la profesión, es una prueba de ello y una idea importante que no debería caer en saco roto. Con esta propuesta en compás de espera, sin embargo, se ha echado en falta alguna vía de 'refundación del Lliure' que abriera la cancha, cosa que ha llegado a poner en contra del proyecto a alguno de sus principales valedores, como es el caso de Albert Boadella. Hay que subsanar esta situación de manera urgente.

El compromiso de las administraciones con el proyecto del Lliure -inversión en obra, participación en la Fundación- no es cosa de broma ni permite alegrías u oportunismos de última hora por parte de nadie. Requiere, ante todo, autoexigencia. Así viene a reclamarlo la dimisión de Josep Montanyès -espero que reversible-. Una autoexigencia que debería llevar a todos, y muy especialmente al Gobierno catalán, a asumir sus responsabilidades respecto del Teatre Lliure y a abordar las cuestiones expuestas, propiciando la clarificación del panorama teatral. Para ello, deberá sacar los presupuestos gubernamentales de teatro y de cultura del nivel tercermundista en que están, cosa completamente incomprensible en un país con una cultura propia y en un Gobierno con la obligación legal y política de defenderla y promoverla.

Jordi Font es comisionado de Estudios y Relaciones Culturales de la Diputación de Barcelona.

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