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Columna
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Un mundo feliz

Josep Ramoneda

De un tiempo a esta parte, está de moda la felicidad. En los medios de comunicación corre la consigna de que hay que dar buenas noticias. La gente, dicen, está harta de malas noticias; la vida cotidiana ya es de por sí suficientemente complicada; cuando coge el periódico o conecta el televisor quiere cosas agradables, que la distraigan, que la ilusionen. Los debates en los medios de comunicación casi siempre terminan con alguien afirmando -con la seguridad de quien se lo sabe de primera mano- lo que la gente quiere leer u oír. Este alguien, por supuesto, acostumbra a ser el que siempre tiene razón porque es el que manda. La gente, pues, quiere noticias agradables y positivas.

Los filósofos abandonan la filosofía de la sospecha -la que pretendía introducirse en los repliegues en los que las culturas esconden la verdad, la que pretendían interrogarse sobre el por qué y no se contentaba con saber el cómo- para proponer apologías de la felicidad o para escribir manuales que nos ayuden a conseguirla. La filosofía como recetario para la cocina de la autoestima, triste destino de las doctrinas clásicas de la buena vida o del saber vivir del escepticismo moderno.

Los economistas y los políticos -de derechas y de izquierdas- nos insisten en que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que cualquier ilusión de cambio es una quimera retrógrada. La derecha decretó el final de la lucha de clases -aprovechando el revuelo del hundimiento del comunismo real- y los sindicatos, la izquierda y la casi totalidad de movimientos sociales convalidaron el decreto sin dar explicación alguna. En una interpretación estrictamente marxista de la historia, derecha e izquierda han llegado a la conclusión de que el progreso de las fuerzas de producción es el único factor de cambio. La felicidad es arrimarse a Internet y convertirse en un emprendedor portador de contenidos.

El cine -superado el truculento periodo en que Tarantino nos contó la verdad del fin de la historia a sangre y mafia- se desliza cada vez más por la pendiente de lo amable, Chocolat y Billy Elliot son las dos últimas fábulas que vienen a contarnos el triunfo de la bondad y de los más inocentes deseos. El talento de Billy emerge de entre las turbulencias de las huelgas de los últimos sindicalistas para certificar el triunfo apoteósico de la voluntad, la capacidad y el esfuerzo. Una entrañable elegía del mundo feliz de Margaret Thatcher.

A la felicidad por las buenas noticias. Mostrar el lado amable de las cosas para hacer olvidar las malas. Como si la felicidad fuera algo que pudiera conseguirse por ósmosis o por persuasión comunicativa. Se trata de crear un paisaje, un bucólico decorado para la sociedad de los triunfadores, de convencer a unos y otros -a triunfadores y perdedores- de que el bien es el que triunfa con los ganadores de esta vida. Porque la idea de fondo -sobre la que se construye todo el engaño- es simple: todo lo que sea que alguien gane dinero es bueno porque repercute en todo su entorno, y todo lo que sean limitaciones al dinero es malo porque las redistribuciones siempre son injustas. El que triunfa, triunfa en bien de todos. Este es el principio de la felicidad sobre el que se construye este arranque de siglo, en el que cualquier idea alternativa queda a beneficio de inventario, por lo menos hasta que la frustración haga masa crítica. El único problema es que de vez en cuando la realidad emerge, ya sea en forma de guerra en África, de despidos en Max & Spencer o en Danone o de muerte en el País Vasco, y el mundo feliz siente una sacudida, tiempo justo de seguir la invitación a mirar a otro lado.

En este marco, el mundo académico y periodístico parece haber asumido definitivamente el papel de legitimador, y la crítica se reduce cada vez más a señalar diferencias de puntuación y de acento entre los diferentes protagonistas del espacio público. Para que la gente no se sienta perdida en el mundo feliz se nos propone sustituir los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, por comunidad, identidad y estabilidad. Es decir, exactamente lo que hace 60 años Adorno detectó como característico del mundo distópico que Huxley imaginó como próximo futuro. Ya estamos en un mundo feliz, construido sobre el abismo cínico entre intereses y valores. Y lo llaman multiculturalismo. Un horizonte que mezcla las tres vías de liquidación de lo democrático que Todorov ha detectado en un imaginario social en regresión: la moralizadora, que afirma que el referente moral es el mercado, criterio absoluto de la pluralidad social; la identitaria, que impone la fidelidad a la identidad por encima de los valores democráticos como refugio ante las inseguridades del momento, y la instrumental, que reduce la democracia a un simple sistema de elección periódica de gobernantes sin control alguno del abuso de poder. El mundo feliz tiene muchas cosas del pasado, aunque se nos presente como promesa permanente de futuro.

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