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JOE LOUIS, SÁLVAME

Crónica de una de las épocas de EE UU más vitales y vertiginosas, con Cassius Clay como héroe definitivo de la liberación de los negros norteamericanos a través del boxeo

El libro de David Remnick sobre Muhammad Alí, el mítico Cassius Clay, que irrumpió en 1964 como campeón del mundo de los pesos pesados derrotando estrepitosamente al también mítico Sonny Liston, es una deliciosa crónica sobre el 'nuevo hombre negro' que en poco tiempo transformaría la política racial, la cultura popular y las nociones de heroísmo de EE UU. Ofremos un extracto de uno de los capítulos de esta biografía novelada, editada por Debate.

LA ERA DE LA BLANCURA INFINITA LLEGÓ A SU FIN CON JOE LOUIS, QUE DERROTÓ A BRADDOCK EN 1937

En Estados Unidos, el boxeo nació de la esclavitud. Al modo de los emperadores romanos, que acudían al Coliseo a contemplar peleas entre personas de su propiedad, los plantadores sureños se divertían juntando a sus esclavos más fuertes y haciéndolos enfrentarse por juego y para apuesta. Los esclavos llevaban collares de hierro y solían pelear hasta el borde de la muerte. Frederick Douglass se oponía al boxeo y a la lucha no sólo por lo que tenían de cruel, sino también porque sofocaban el espíritu de rebeldía.

El propio Alí, que ganaría millones de dólares en el cuadrilátero y que se haría famoso y se granjearía el cariño de la gente por su talento para pegar a otras personas, veía con cierta prevención el espectáculo de dos negros peleando: 'Se te quedan mirando y te dicen: 'Buena pelea, chico. Eres un buen chico. Muy bien', dijo Alí en 1970. 'No consideran que los púgiles puedan tener cabeza. No consideran que puedan ser hombres de negocios, ni seres humanos, ni inteligentes. Los boxeadores no son más que brutos que vienen a entretener a los blancos ricos. Pegarse entre ellos, y romperse la nariz, y sangrar, y actuar como monitos para el público, y matarse por el público. Y la mitad del público son blancos. En lo alto del ring no somos más que esclavos. Los amos escogen a dos esclavos grandes y fuertes y los ponen a pelear, mientras ellos apuestan: 'A que mi esclavo machaca al tuyo'. Eso es lo que veo cuando veo a dos negros peleando'.

El primer campeón norteamericano reconocido fue un esclavo nacido en Virginia y llamado Tom Molineaux. Muchos caballeros virginianos adquirieron su entusiasmo por el boxeo en sus visitas a Inglaterra, donde este deporte era extremadamente popular. Molineaux, tras haber vencido a todos los demás púgiles de Virginia, se trasladó a Nueva York, ya libre, y siguió derrotando, en los muelles del río Hudson, a todo el que le ponían por delante, nacional o extranjero. A continuación lo enviaron a Londres, a desafiar al gran Tom Cribb, campeón oficioso del Imperio Británico, de raza blanca. Se enfrentaron en Copthorne (Sussex) en diciembre de 1810. Según pasaban los asaltos se hizo evidente que Molineaux estaba destrozando a Cribb, pero los seguidores de éste no podían tolerar que lo derrotase un negro. De modo que optaron por apuntalar -literalmente- a su campeón para que no cayera, provocando con ello grandes dilaciones en la pelea y dando lugar a que Cribb tuviera tiempo de recuperarse del vapuleo. Hubo incluso quien la emprendió a golpes con Molineaux, rompiéndole algún dedo. Al final, Cribb resucitó lo suficiente como para ganar en el cuarto asalto.

El hedor de la esclavitud, de los ricos brutos explotando a los más fuertes y más desesperados, no se desvaneció tras la proclamación oficial de la emancipación. John L. Sullivan, primer campeón de la era moderna, trazó la barrera de color en el boxeo, negándose a pelear con aspirantes negros. 'Nunca pelearé con un negro', declaró Sullivan. 'Nunca lo he hecho y nunca lo haré'. El sucesor de Sullivan, Jim Jeffries, también afirmó que se retiraría cuando ya no quedasen blancos con quienes pelear. Y así lo hizo. Pero luego consiguieron sacarlo de su retiro para enfrentarse a Jack Johnson, que acababa de arrebatar el título a un púgil blanco, Tommy Burns.

Jeffries reconoció que su regreso al cuadrilátero no se debía tanto al deseo de recuperar el título como al de redimir a la raza blanca. 'Acudo a este combate con el único propósito de demostrar que un blanco es mejor que un negro', dijo. Naturalmente, contó con el pleno apoyo -a voz en grito- de la prensa, incluido un corresponsal esporádico de The New York Herald llamado Jack London. Éste se consideraba un verdadero revolucionario, amigo de los trabajadores, pero su racismo no podía ser más evidente. 'Jeff tiene que salir de sus campos de alfalfa y borrar esa sonrisa de la cara de Johnson', escribió. 'De ti depende, Jeff'. Los responsables de la popular revista Collier's declararon que Jeffries tenía que ganar por su larga trayectoria de coraje. A fin de cuentas, 'el hombre blanco tiene detrás treinta siglos de tradición: todos los esfuerzos supremos, los inventos y las conquistas, así como, seamos o no conscientes de ello, Bunker Hill y las Termópilas, Hastings y Agincourt'. Era sencillamente imposible que Jeffries perdiera. Una tal Dorothy Forrester compuso una canción en alabanza de Jeffries, dándole estas indicaciones:

'Ponte al asunto sin tardanza alguna / y pégale de noche y pégale de día, / y en cuanto se presente la suerte oportuna, / le arreas una torta que se pierda de vista. / ¿Quién le va a dar a Jack la más tremenda tunda, / quién lo va a hacer dormir como una marmotilla, / quién va a borrar del mapa la africana bravura? / Será Jim, será Jeffries, será la maravilla'.

Cuando por fin Johnson subió al cuadrilátero para enfrentarse con Jeffries en Reno (Nevada) el 4 de julio de 1910, la multitud se puso a cantar '¡mata al negro, mata al negro!'. La orquesta tocaba All coons look alike to me (todos los mapaches -despectivo para 'negro'- me parecen iguales). Puede que todo ello disgustara profundamente a Johnson, pero lo cierto es que en el cuadrilátero no se le notó nada. Johnson destrozó a Jeffries, humillándolo tanto física como verbalmente, mofándose de él y de sus cuidadores a todo lo largo de la pelea. 'Aún no habíamos cruzado un golpe cuando ya supe que Jeffries estaba en mis manos', escribió Johnson en su autobiografía.

Cuando se anunció en todo el país la victoria de Johnson hubo disturbios callejeros en Illinois, Misuri, Nueva York, Ohio, Pensilvania, Colorado y el distrito de Columbia. En Houston, un blanco le rebanó el pescuezo a un negro llamado Charles Williams por poner demasiado entusiasmo en sus gritos a favor de Johnson. En la ciudad de Washington, un grupo de negros apuñaló de muerte a dos hombres blancos. En la localidad de Uvalda (Georgia), una pandilla de blancos abrió fuego contra un grupo de negros que celebraba la victoria de Johnson: hubo tres muertos y cinco heridos entre los negros. En Manhattan, la policía rescató a un negro cuando estaba a punto de ser linchado. Miles de blancos se congregaron en la Cuarta Avenida amenazando con moler a golpes a todo negro que se les pusiera por delante. Hasta el asesinato de Martin Luther King, en 1968, ningún otro acontecimiento racial provocaría semejante reacción de violencia. Aterrorizado, el Congreso aprobó una ley por la que se prohibía la distribución interestatal de filmaciones boxísticas. Varios grupos religiosos y de extrema derecha que jamás habían evidenciado interés alguno en el boxeo propugnaron en aquel momento su prohibición.

Ni que decir tiene que Johnson se veía acuciado con gritos de '¡vamos a lincharlo! ¡Vamos a matar al negro!' cada vez que se dejaba ver en público. A pesar de que corrían los tiempos de Booker T. Washington y de las tácticas de concesión y gradualismo, Johnson estuvo desafiante. Fue probablemente el negro más vilipendiado de su época, y trató de no mostrarse afectado. Llegó incluso a desafiar de modo ostensible la variante sexual del odio que recibía: tuvo relaciones con jóvenes blancas y con prostitutas de la misma raza. Su esposa, que se llamaba Etta Dureya y que era blanca, se suicidó en 1912, tras un año de matrimonio. Cuando sabía que iba a haber periodistas en una sesión de entrenamiento se envolvía el pene en gasa y exhibía toda su grandeza en un calzón muy ceñido. Johnson era magníficamente desafiante y desafiantemente magnífico. Poseía automóviles absurdamente caros y bebía con pajita los vinos de las mejores cosechas. Leía mucho, tanto en inglés como en español y francés (le gustaban mucho las novelas de Dumas), y tocaba la viola. Cuando abrió el Cabaret de Champion, en Chicago, dotó el local de escupideras de plata.

Pero el establishment blanco acabó por ajustarle las cuentas a Johnson, obligándolo a un prolongado destierro. Johnson fue acusado por la ley Mann, cuyo propósito consistía en evitar la prostitución comercial y el traslado interestatal de mujeres con fines contrarios a la moral. Johnson evitó la cárcel desplazándose por Canadá y por Europa. Al final volvió a Estados Unidos y cumplió condena en Leavenworth. En 1915, en La Habana, perdió su título ante Jess Willard, aunque luego alegó que se había tirado. Acabó su carrera como promotor de su propio legado y haciendo de narrador en un museo de objetos estrafalarios. Muhammad Alí era extremadamente consciente de los paralelos entre su vida y la de Johnson. Años más tarde, hablando con James Earl Jones, que hacía el papel de Johnson en La gran esperanza blanca, Alí afirmó que su apartamiento del cuadrilátero, tras su negativa a incorporarse a filas, era 'la historia que se repite'.

'Me encariñé con la imagen de Johnson desde pequeño', ha dicho. 'Quería ser duro, intratable, arrogante, el tipo de negro que no les gusta a los blancos'.

Tras el eclipse de Johnson, la corona estuvo en manos de blancos hasta principios de los años treinta. Era tan evidente el modo en que los campeones evitaban por sistema a los aspirantes de raza negra que los más relevantes pesos pesados negros peleaban entre ellos por el honor de convertirse en campeones de su raza. Cuando Jack Dempsey le arrebató el título a Jess Willard, en 1919, lo primero que hizo -presionado al respecto por Tex Rickard- fue tranquilizar al país garantizando que nunca pondría el título en juego ante ninguno de los grandes boxeadores negros del momento; es decir, Sam McVey, Sam Langford y Harry Wills. Estos dos últimos se vieron obligados a pelear entre ellos hasta dieciocho veces, mientras el campeonato oficial del mundo iba pasando de púgil blanco en púgil blanco durante dos decenios: Willard, Dempsey, Gene Tunney, Max Schmeling, Jack Sharkey, Primo Carnera, Max Baer y Jim Braddock.

La era de la blancura infinita llegó a su fin con Joe Louis, que derrotó a Braddock en 1937, alzándose con el campeonato de los pesos pesados. Louis conservó el título hasta el momento de su primera retirada, en 1948. Determinados órganos de la prensa deportiva quedaron tan conmocionados ante el desarrollo de los acontecimientos que llegaron a la conclusión de que Louis había ganado precisamente porque era negro, como si ello hubiera implicado alguna ventaja no ajustada a la ética. Un editorial del Daily Mirror de Nueva York afirmaba: 'En África hay decenas de miles de jóvenes salvajes que, con un poco de adiestramiento, podrían aniquilar a Mr. Joe Louis'. Paul Gallico, del Daily News de Nueva York, otro legendario cronista deportivo, famoso por lo ilustrado de sus puntos de vista, tenía a Louis en la consideración de un bruto ignorante -cargado de gloria, eso sí-, una bestia 'que vive como un animal, pelea como un animal, posee toda la crueldad y la fiereza de lo salvaje'.

'Me sentí fuertemente dominado por la impresión de hallarme ante un hombre malo', escribió Gallico, 'un individuo verdaderamente salvaje, un ser que apenas llevaba encima una leve capa de civilización, a punto de desprendérsele en cualquier momento... En pocas palabras: me hallaba ante el primer luchador perfecto que surgía en muchas generaciones. Era como estar encerrado en una habitación con una fiera'.

Louis era hijo de un aparcero de Alabama cuya familia rota llegó a Detroit en 1926. En el colegio no pasó del sexto grado, hecho que autorizó a todos los periodistas a dar por sentado que era un estólido ignorante. Apenas hablaba en público, pero, de hecho, ello era fruto de los cuidadosos cálculos de las personas de raza negra que lo llevaban. El equipo compuesto por Jack Chappie Blackburn, entrenador y confesor, y los managers John Roxborough y Julian Black cuidó de Louis no sólo como púgil, sino también en su aspecto de personaje público. No querían que su boxeador se ganase la enemiga de la Norteamérica blanca. El nivel de racismo ordinario era tan alto en los años treinta que hasta la prensa blanca del Norte seguía refiriéndose a los negros en términos como 'oscuritos', 'animales' y 'sambos'. Al final, el equipo le dictó a Louis las siguientes normas:

1. No permitir jamás que lo fotografiaran con una mujer blanca al lado.

2. No ir nunca solo a los clubes nocturnos.

3. No aceptar ninguna pelea blanda.

4. No aceptar ninguna pelea arreglada.

5. No adoptar posturas arrogantes ante un rival caído.

6. Mantenerse impasible ante las cámaras.

7. Llevar una vida limpia y pelear del mismo modo.

En otras palabras: Louis tenía que ser el anti-Jack Johnson. Poseía una talento tan innegable y se comportaba de un modo tan sumiso que al final acabó ganándose hasta a la prensa blanca del Sur, que llevó su amabilidad hasta el extremo de llamarlo 'buen negrito' y 'ex pickaninny'. A diferencia de Johnson, Louis parecía saber cuál era su sitio. No ofendía a nadie. No huyó del país, como Johnson, sino que se puso a su servicio. Se enroló en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial y donó al Gobierno las ganancias de sus peleas. Ni que decir tiene que la prensa sureña le retiró su especialísimo apoyo a la primera oportunidad. Cuando Louis perdió con el alemán Max Schmeling, en junio de 1936, William McG. Keefe, del Times-Picayune de Nueva Orleans, se apresuró a escribir que en aquella pelea quedaba demostrada la supremacía de la raza blanca. Para Keefe era un alivio que Schmeling hubiera puesto fin al 'reinado del terror en la categoría de los pesos pesados'.

El combate de revancha entre Schmeling y Louis, el 22 de junio de 1938 -un KO en el primer asalto-, constituyó una metáfora aún más complicada que la derrota de Jeffries ante Johnson. Para todos los norteamericanos, Louis había ahuyentado el espectro de lo ario, del nazi que se proclamaba superhombre. Ello lo hacía, otra vez, digno de admiración por parte de la raza blanca, de la famosísima frase de Jimmy Cannon: 'Es un honor para su raza; es decir, para la raza humana'. Para los negros norteamericanos, la celebración era más intensa, incluso subversiva. En primer lugar, estaba la satisfacción de ver por fin a un negro glorificado por todos los ciudadanos del país, incluidos los más acérrimos racistas. La tarea de los activistas e intelectuales negros que no practicaban ningún deporte -personas de tanta talla como A. Philip Randolph y W. E. B. du Bois- pasaba prácticamente inadvertida para la Norteamérica blanca, pero esta hazaña no podía ignorarla ni el mismísimo Gran Dragón del Ku-Klux-Klan. La prensa blanca ya nunca dejaría de estar obsesionada con el color de Louis -era 'el tornado moreno', 'el machacador de caoba', 'la esfinge de azafrán', 'el David oscuro de Detroit', 'la sombra que se revuelve', 'el rey del KO de color café', 'el ciclón de azabache', 'el Tarzán moreno de los puñetazos', 'el garrote de chocolate', 'el homicida de los guantes marrones', 'el golpeador color sepia' y, la designación más célebre, 'el bombardero marrón'-. Pero no podían atacarlo del modo en que atacaron a Jack Johnson. Su buen comportamiento -o más bien su total ausencia de mal comportamiento- era inatacable.

Louis era un dios en las comunidades negras, incluido entre ellas el West End de Louisville. Era una especie de sustituto, pero también un redentor. 'En casa lo amábamos', dijo en cierta ocasión Cassius Clay, padre. 'No hay nada más grande que Joe Louis'. En 1940, Franklin Frazier escribió que Louis permitía a los negros 'perpetrar por delegación el ataque a los blancos que les gustaría llevar a la práctica, por toda la discriminación y todos los insultos que padecen'. De modo similar, la poetisa Maya Angelou recuerda que de niña era devota del 'único negro invencible, el que se erguía ante el blanco y lo derribaba con sus puños. Era él, en cierto sentido, quien llevaba a cuestas muchas de nuestras esperanzas, puede incluso que de nuestros sueños de venganza'.

Los adoradores de Joe Louis abarcaban un espectro muy amplio, desde Count Basie, que escribió una canción en honor suyo (Joe Louis blues), hasta Richard Wright, que cubrió sus peleas para The New Masses ('Joe Louis revela la dinamita'). En Por qué no podemos esperar, Martin Luther King recuerda lo siguiente: 'Hace más de veinticinco años, un Estado sureño adoptó un nuevo método de aplicación de la pena capital. El gas venenoso sustituyó a la horca. En una primera fase, colocaron un micrófono en el interior de la cámara mortuoria sellada para que los observadores científicos pudieran oír las palabras del reo agonizante y valorar la reacción de la víctima ante la novedad. El primer condenado fue un joven negro. Cuando la bolita cayó en el recipiente y empezó a salir gas, por medio del micrófono llegaron las siguientes palabras: 'Joe Louis, sálvame. Joe Louis, sálvame. Joe Louis, sálvame'.

A principios de los sesenta, mientras el movimiento pro derechos civiles iba generando diversos tipos de militantes políticos, muchos negros consideraban excesiva la atención que los norteamericanos dedicaban a los héroes del deporte y escasa la que dedicaban al sufrimiento de millones de personas corrientes. El día mismo de la primera pelea Patterson-Liston, en 1962, Bob Lipsyte tuvo que cubrir para The Times una marcha contra la discriminación en materia de vivienda en Nueva York. Uno de los jóvenes afroamericanos del piquete le dijo lo siguiente: 'Ya hemos dejado atrás la capacidad para emocionarnos cuando un negro logra un home run o gana algún campeonato'...

Pero la emoción en torno al deporte ha sido una constante del siglo XX en Estados Unidos. El valor del boxeo como metáfora social se intensificó en los sesenta. Y aunque bien puede ser que Alí no leyera todo lo que se escribió sobre él, no por ello era menos consciente de su posición con respecto a Jack Johnson y Joe Louis. Alí era capaz de soportar los predecibles insultos: los periódicos que seguían llamándolo Clay, los epítetos de Jimmy Cannon y Dick Young. Lo que verdaderamente le hizo daño fue que Joe Louis, el héroe de su infancia, no aprobara su comportamiento.

'Clay se va a ganar el odio del público por su relación con los Musulmanes Negros', declaró Louis a los periodistas. 'Lo que ellos predican es justamente lo contrario de lo que nosotros creemos. El campeón de los pesos pesados tiene que ser campeón para todo el mundo. Tiene esa responsabilidad ante todo el mundo'. (...)

(Traducción: Ramón Buenaventura).En Estados Unidos, el boxeo nació de la esclavitud. Al modo de los emperadores romanos, que acudían al Coliseo a contemplar peleas entre personas de su propiedad, los plantadores sureños se divertían juntando a sus esclavos más fuertes y haciéndolos enfrentarse por juego y para apuesta. Los esclavos llevaban collares de hierro y solían pelear hasta el borde de la muerte. Frederick Douglass se oponía al boxeo y a la lucha no sólo por lo que tenían de cruel, sino también porque sofocaban el espíritu de rebeldía.

El propio Alí, que ganaría millones de dólares en el cuadrilátero y que se haría famoso y se granjearía el cariño de la gente por su talento para pegar a otras personas, veía con cierta prevención el espectáculo de dos negros peleando: 'Se te quedan mirando y te dicen: 'Buena pelea, chico. Eres un buen chico. Muy bien', dijo Alí en 1970. 'No consideran que los púgiles puedan tener cabeza. No consideran que puedan ser hombres de negocios, ni seres humanos, ni inteligentes. Los boxeadores no son más que brutos que vienen a entretener a los blancos ricos. Pegarse entre ellos, y romperse la nariz, y sangrar, y actuar como monitos para el público, y matarse por el público. Y la mitad del público son blancos. En lo alto del ring no somos más que esclavos. Los amos escogen a dos esclavos grandes y fuertes y los ponen a pelear, mientras ellos apuestan: 'A que mi esclavo machaca al tuyo'. Eso es lo que veo cuando veo a dos negros peleando'.

El primer campeón norteamericano reconocido fue un esclavo nacido en Virginia y llamado Tom Molineaux. Muchos caballeros virginianos adquirieron su entusiasmo por el boxeo en sus visitas a Inglaterra, donde este deporte era extremadamente popular. Molineaux, tras haber vencido a todos los demás púgiles de Virginia, se trasladó a Nueva York, ya libre, y siguió derrotando, en los muelles del río Hudson, a todo el que le ponían por delante, nacional o extranjero. A continuación lo enviaron a Londres, a desafiar al gran Tom Cribb, campeón oficioso del Imperio Británico, de raza blanca. Se enfrentaron en Copthorne (Sussex) en diciembre de 1810. Según pasaban los asaltos se hizo evidente que Molineaux estaba destrozando a Cribb, pero los seguidores de éste no podían tolerar que lo derrotase un negro. De modo que optaron por apuntalar -literalmente- a su campeón para que no cayera, provocando con ello grandes dilaciones en la pelea y dando lugar a que Cribb tuviera tiempo de recuperarse del vapuleo. Hubo incluso quien la emprendió a golpes con Molineaux, rompiéndole algún dedo. Al final, Cribb resucitó lo suficiente como para ganar en el cuarto asalto.

El hedor de la esclavitud, de los ricos brutos explotando a los más fuertes y más desesperados, no se desvaneció tras la proclamación oficial de la emancipación. John L. Sullivan, primer campeón de la era moderna, trazó la barrera de color en el boxeo, negándose a pelear con aspirantes negros. 'Nunca pelearé con un negro', declaró Sullivan. 'Nunca lo he hecho y nunca lo haré'. El sucesor de Sullivan, Jim Jeffries, también afirmó que se retiraría cuando ya no quedasen blancos con quienes pelear. Y así lo hizo. Pero luego consiguieron sacarlo de su retiro para enfrentarse a Jack Johnson, que acababa de arrebatar el título a un púgil blanco, Tommy Burns.

Jeffries reconoció que su regreso al cuadrilátero no se debía tanto al deseo de recuperar el título como al de redimir a la raza blanca. 'Acudo a este combate con el único propósito de demostrar que un blanco es mejor que un negro', dijo. Naturalmente, contó con el pleno apoyo -a voz en grito- de la prensa, incluido un corresponsal esporádico de The New York Herald llamado Jack London. Éste se consideraba un verdadero revolucionario, amigo de los trabajadores, pero su racismo no podía ser más evidente. 'Jeff tiene que salir de sus campos de alfalfa y borrar esa sonrisa de la cara de Johnson', escribió. 'De ti depende, Jeff'. Los responsables de la popular revista Collier's declararon que Jeffries tenía que ganar por su larga trayectoria de coraje. A fin de cuentas, 'el hombre blanco tiene detrás treinta siglos de tradición: todos los esfuerzos supremos, los inventos y las conquistas, así como, seamos o no conscientes de ello, Bunker Hill y las Termópilas, Hastings y Agincourt'. Era sencillamente imposible que Jeffries perdiera. Una tal Dorothy Forrester compuso una canción en alabanza de Jeffries, dándole estas indicaciones:

'Ponte al asunto sin tardanza alguna / y pégale de noche y pégale de día, / y en cuanto se presente la suerte oportuna, / le arreas una torta que se pierda de vista. / ¿Quién le va a dar a Jack la más tremenda tunda, / quién lo va a hacer dormir como una marmotilla, / quién va a borrar del mapa la africana bravura? / Será Jim, será Jeffries, será la maravilla'.

Cuando por fin Johnson subió al cuadrilátero para enfrentarse con Jeffries en Reno (Nevada) el 4 de julio de 1910, la multitud se puso a cantar '¡mata al negro, mata al negro!'. La orquesta tocaba All coons look alike to me (todos los mapaches -despectivo para 'negro'- me parecen iguales). Puede que todo ello disgustara profundamente a Johnson, pero lo cierto es que en el cuadrilátero no se le notó nada. Johnson destrozó a Jeffries, humillándolo tanto física como verbalmente, mofándose de él y de sus cuidadores a todo lo largo de la pelea. 'Aún no habíamos cruzado un golpe cuando ya supe que Jeffries estaba en mis manos', escribió Johnson en su autobiografía.

Cuando se anunció en todo el país la victoria de Johnson hubo disturbios callejeros en Illinois, Misuri, Nueva York, Ohio, Pensilvania, Colorado y el distrito de Columbia. En Houston, un blanco le rebanó el pescuezo a un negro llamado Charles Williams por poner demasiado entusiasmo en sus gritos a favor de Johnson. En la ciudad de Washington, un grupo de negros apuñaló de muerte a dos hombres blancos. En la localidad de Uvalda (Georgia), una pandilla de blancos abrió fuego contra un grupo de negros que celebraba la victoria de Johnson: hubo tres muertos y cinco heridos entre los negros. En Manhattan, la policía rescató a un negro cuando estaba a punto de ser linchado. Miles de blancos se congregaron en la Cuarta Avenida amenazando con moler a golpes a todo negro que se les pusiera por delante. Hasta el asesinato de Martin Luther King, en 1968, ningún otro acontecimiento racial provocaría semejante reacción de violencia. Aterrorizado, el Congreso aprobó una ley por la que se prohibía la distribución interestatal de filmaciones boxísticas. Varios grupos religiosos y de extrema derecha que jamás habían evidenciado interés alguno en el boxeo propugnaron en aquel momento su prohibición.

Ni que decir tiene que Johnson se veía acuciado con gritos de '¡vamos a lincharlo! ¡Vamos a matar al negro!' cada vez que se dejaba ver en público. A pesar de que corrían los tiempos de Booker T. Washington y de las tácticas de concesión y gradualismo, Johnson estuvo desafiante. Fue probablemente el negro más vilipendiado de su época, y trató de no mostrarse afectado. Llegó incluso a desafiar de modo ostensible la variante sexual del odio que recibía: tuvo relaciones con jóvenes blancas y con prostitutas de la misma raza. Su esposa, que se llamaba Etta Dureya y que era blanca, se suicidó en 1912, tras un año de matrimonio. Cuando sabía que iba a haber periodistas en una sesión de entrenamiento se envolvía el pene en gasa y exhibía toda su grandeza en un calzón muy ceñido. Johnson era magníficamente desafiante y desafiantemente magnífico. Poseía automóviles absurdamente caros y bebía con pajita los vinos de las mejores cosechas. Leía mucho, tanto en inglés como en español y francés (le gustaban mucho las novelas de Dumas), y tocaba la viola. Cuando abrió el Cabaret de Champion, en Chicago, dotó el local de escupideras de plata.

Pero el establishment blanco acabó por ajustarle las cuentas a Johnson, obligándolo a un prolongado destierro. Johnson fue acusado por la ley Mann, cuyo propósito consistía en evitar la prostitución comercial y el traslado interestatal de mujeres con fines contrarios a la moral. Johnson evitó la cárcel desplazándose por Canadá y por Europa. Al final volvió a Estados Unidos y cumplió condena en Leavenworth. En 1915, en La Habana, perdió su título ante Jess Willard, aunque luego alegó que se había tirado. Acabó su carrera como promotor de su propio legado y haciendo de narrador en un museo de objetos estrafalarios. Muhammad Alí era extremadamente consciente de los paralelos entre su vida y la de Johnson. Años más tarde, hablando con James Earl Jones, que hacía el papel de Johnson en La gran esperanza blanca, Alí afirmó que su apartamiento del cuadrilátero, tras su negativa a incorporarse a filas, era 'la historia que se repite'.

'Me encariñé con la imagen de Johnson desde pequeño', ha dicho. 'Quería ser duro, intratable, arrogante, el tipo de negro que no les gusta a los blancos'.

Tras el eclipse de Johnson, la corona estuvo en manos de blancos hasta principios de los años treinta. Era tan evidente el modo en que los campeones evitaban por sistema a los aspirantes de raza negra que los más relevantes pesos pesados negros peleaban entre ellos por el honor de convertirse en campeones de su raza. Cuando Jack Dempsey le arrebató el título a Jess Willard, en 1919, lo primero que hizo -presionado al respecto por Tex Rickard- fue tranquilizar al país garantizando que nunca pondría el título en juego ante ninguno de los grandes boxeadores negros del momento; es decir, Sam McVey, Sam Langford y Harry Wills. Estos dos últimos se vieron obligados a pelear entre ellos hasta dieciocho veces, mientras el campeonato oficial del mundo iba pasando de púgil blanco en púgil blanco durante dos decenios: Willard, Dempsey, Gene Tunney, Max Schmeling, Jack Sharkey, Primo Carnera, Max Baer y Jim Braddock.

La era de la blancura infinita llegó a su fin con Joe Louis, que derrotó a Braddock en 1937, alzándose con el campeonato de los pesos pesados. Louis conservó el título hasta el momento de su primera retirada, en 1948. Determinados órganos de la prensa deportiva quedaron tan conmocionados ante el desarrollo de los acontecimientos que llegaron a la conclusión de que Louis había ganado precisamente porque era negro, como si ello hubiera implicado alguna ventaja no ajustada a la ética. Un editorial del Daily Mirror de Nueva York afirmaba: 'En África hay decenas de miles de jóvenes salvajes que, con un poco de adiestramiento, podrían aniquilar a Mr. Joe Louis'. Paul Gallico, del Daily News de Nueva York, otro legendario cronista deportivo, famoso por lo ilustrado de sus puntos de vista, tenía a Louis en la consideración de un bruto ignorante -cargado de gloria, eso sí-, una bestia 'que vive como un animal, pelea como un animal, posee toda la crueldad y la fiereza de lo salvaje'.

'Me sentí fuertemente dominado por la impresión de hallarme ante un hombre malo', escribió Gallico, 'un individuo verdaderamente salvaje, un ser que apenas llevaba encima una leve capa de civilización, a punto de desprendérsele en cualquier momento... En pocas palabras: me hallaba ante el primer luchador perfecto que surgía en muchas generaciones. Era como estar encerrado en una habitación con una fiera'.

Louis era hijo de un aparcero de Alabama cuya familia rota llegó a Detroit en 1926. En el colegio no pasó del sexto grado, hecho que autorizó a todos los periodistas a dar por sentado que era un estólido ignorante. Apenas hablaba en público, pero, de hecho, ello era fruto de los cuidadosos cálculos de las personas de raza negra que lo llevaban. El equipo compuesto por Jack Chappie Blackburn, entrenador y confesor, y los managers John Roxborough y Julian Black cuidó de Louis no sólo como púgil, sino también en su aspecto de personaje público. No querían que su boxeador se ganase la enemiga de la Norteamérica blanca. El nivel de racismo ordinario era tan alto en los años treinta que hasta la prensa blanca del Norte seguía refiriéndose a los negros en términos como 'oscuritos', 'animales' y 'sambos'. Al final, el equipo le dictó a Louis las siguientes normas:

1. No permitir jamás que lo fotografiaran con una mujer blanca al lado.

2. No ir nunca solo a los clubes nocturnos.

3. No aceptar ninguna pelea blanda.

4. No aceptar ninguna pelea arreglada.

5. No adoptar posturas arrogantes ante un rival caído.

6. Mantenerse impasible ante las cámaras.

7. Llevar una vida limpia y pelear del mismo modo.

En otras palabras: Louis tenía que ser el anti-Jack Johnson. Poseía una talento tan innegable y se comportaba de un modo tan sumiso que al final acabó ganándose hasta a la prensa blanca del Sur, que llevó su amabilidad hasta el extremo de llamarlo 'buen negrito' y 'ex pickaninny'. A diferencia de Johnson, Louis parecía saber cuál era su sitio. No ofendía a nadie. No huyó del país, como Johnson, sino que se puso a su servicio. Se enroló en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial y donó al Gobierno las ganancias de sus peleas. Ni que decir tiene que la prensa sureña le retiró su especialísimo apoyo a la primera oportunidad. Cuando Louis perdió con el alemán Max Schmeling, en junio de 1936, William McG. Keefe, del Times-Picayune de Nueva Orleans, se apresuró a escribir que en aquella pelea quedaba demostrada la supremacía de la raza blanca. Para Keefe era un alivio que Schmeling hubiera puesto fin al 'reinado del terror en la categoría de los pesos pesados'.

El combate de revancha entre Schmeling y Louis, el 22 de junio de 1938 -un KO en el primer asalto-, constituyó una metáfora aún más complicada que la derrota de Jeffries ante Johnson. Para todos los norteamericanos, Louis había ahuyentado el espectro de lo ario, del nazi que se proclamaba superhombre. Ello lo hacía, otra vez, digno de admiración por parte de la raza blanca, de la famosísima frase de Jimmy Cannon: 'Es un honor para su raza; es decir, para la raza humana'. Para los negros norteamericanos, la celebración era más intensa, incluso subversiva. En primer lugar, estaba la satisfacción de ver por fin a un negro glorificado por todos los ciudadanos del país, incluidos los más acérrimos racistas. La tarea de los activistas e intelectuales negros que no practicaban ningún deporte -personas de tanta talla como A. Philip Randolph y W. E. B. du Bois- pasaba prácticamente inadvertida para la Norteamérica blanca, pero esta hazaña no podía ignorarla ni el mismísimo Gran Dragón del Ku-Klux-Klan. La prensa blanca ya nunca dejaría de estar obsesionada con el color de Louis -era 'el tornado moreno', 'el machacador de caoba', 'la esfinge de azafrán', 'el David oscuro de Detroit', 'la sombra que se revuelve', 'el rey del KO de color café', 'el ciclón de azabache', 'el Tarzán moreno de los puñetazos', 'el garrote de chocolate', 'el homicida de los guantes marrones', 'el golpeador color sepia' y, la designación más célebre, 'el bombardero marrón'-. Pero no podían atacarlo del modo en que atacaron a Jack Johnson. Su buen comportamiento -o más bien su total ausencia de mal comportamiento- era inatacable.

Louis era un dios en las comunidades negras, incluido entre ellas el West End de Louisville. Era una especie de sustituto, pero también un redentor. 'En casa lo amábamos', dijo en cierta ocasión Cassius Clay, padre. 'No hay nada más grande que Joe Louis'. En 1940, Franklin Frazier escribió que Louis permitía a los negros 'perpetrar por delegación el ataque a los blancos que les gustaría llevar a la práctica, por toda la discriminación y todos los insultos que padecen'. De modo similar, la poetisa Maya Angelou recuerda que de niña era devota del 'único negro invencible, el que se erguía ante el blanco y lo derribaba con sus puños. Era él, en cierto sentido, quien llevaba a cuestas muchas de nuestras esperanzas, puede incluso que de nuestros sueños de venganza'.

Los adoradores de Joe Louis abarcaban un espectro muy amplio, desde Count Basie, que escribió una canción en honor suyo (Joe Louis blues), hasta Richard Wright, que cubrió sus peleas para The New Masses ('Joe Louis revela la dinamita'). En Por qué no podemos esperar, Martin Luther King recuerda lo siguiente: 'Hace más de veinticinco años, un Estado sureño adoptó un nuevo método de aplicación de la pena capital. El gas venenoso sustituyó a la horca. En una primera fase, colocaron un micrófono en el interior de la cámara mortuoria sellada para que los observadores científicos pudieran oír las palabras del reo agonizante y valorar la reacción de la víctima ante la novedad. El primer condenado fue un joven negro. Cuando la bolita cayó en el recipiente y empezó a salir gas, por medio del micrófono llegaron las siguientes palabras: 'Joe Louis, sálvame. Joe Louis, sálvame. Joe Louis, sálvame'.

A principios de los sesenta, mientras el movimiento pro derechos civiles iba generando diversos tipos de militantes políticos, muchos negros consideraban excesiva la atención que los norteamericanos dedicaban a los héroes del deporte y escasa la que dedicaban al sufrimiento de millones de personas corrientes. El día mismo de la primera pelea Patterson-Liston, en 1962, Bob Lipsyte tuvo que cubrir para The Times una marcha contra la discriminación en materia de vivienda en Nueva York. Uno de los jóvenes afroamericanos del piquete le dijo lo siguiente: 'Ya hemos dejado atrás la capacidad para emocionarnos cuando un negro logra un home run o gana algún campeonato'...

Pero la emoción en torno al deporte ha sido una constante del siglo XX en Estados Unidos. El valor del boxeo como metáfora social se intensificó en los sesenta. Y aunque bien puede ser que Alí no leyera todo lo que se escribió sobre él, no por ello era menos consciente de su posición con respecto a Jack Johnson y Joe Louis. Alí era capaz de soportar los predecibles insultos: los periódicos que seguían llamándolo Clay, los epítetos de Jimmy Cannon y Dick Young. Lo que verdaderamente le hizo daño fue que Joe Louis, el héroe de su infancia, no aprobara su comportamiento.

'Clay se va a ganar el odio del público por su relación con los Musulmanes Negros', declaró Louis a los periodistas. 'Lo que ellos predican es justamente lo contrario de lo que nosotros creemos. El campeón de los pesos pesados tiene que ser campeón para todo el mundo. Tiene esa responsabilidad ante todo el mundo'. (...)

(Traducción: Ramón Buenaventura).

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