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Columna
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Ángeles del revés

Por la ensimismada expresión de Penélope Cruz cruzan las ambigüedades que trastornan a todo el que imagina con razón que la dulzura sin caramelo encierra sorpresa inesperada, morbo, irrupción súbita de una pasión callada. Hay mucho de eso en esta chica que parece que no rompe un plato y, precisamente por lo mismo, quizá los rompa. Pero por la vivaz y pícara mirada de Victoria Abril transita un desorden, la algarabía de la vida, una provocadora ansiedad, la desbordada capacidad de comerse el mundo de este culo inquieto de la pantalla, carne de cine y de vida. Una auténtica traviesa, dotada de la ternura de la pilla. La niña Penélope, que vio un día a la joven Abril transmutarse en Átame y se juró ser como ella, tiene en común con Victoria el misterio de las caras múltiples, la capacidad de sacar a las otras de su baúl interior. Recatada, parece que encontrara dentro de sí a las inesperadas Penélopes. Victoria, en cambio, parece que convoque a las otras que encarna, como si las observara para robarles el alma, las llamara después a su laboratorio de transformaciones y, sin importarle si son putas o ángeles, pero sin dejar de tenerlo en cuenta, hacerse con ellas y ser al fin la más desvergonzada o la más seráfica según convenga. A estas dos mujeres del oficio de fingir la vida las ha puesto en su sitio: París acoge las incorrecciones de la espontánea Victoria, capaz de jadear en una butaca de cine a la hora del matiné si la película la pone cachonda, mirar la realidad tras la humareda de un porro o bailar con negros como una posesa en la noche de Madrid en la que tantas veces se ha perdido y se ha encontrado. A la vida correcta de Los Ángeles le va mejor Penélope, esa mujer que medita todas las mañanas y añora su vida familiar en la distancia, mientras se prepara como una novicia aplicada a la disciplina del triunfo. Agustín Díaz Yanes no es un orfebre que haya escogido estas dos piezas para engarzarlas tal cual en la historia de Sin noticias de Dios. Imaginativo modelador de los materiales de la realidad para conseguir las figuras, las sombras y los paisajes que nos hacen sentir, soñar, pensar, ha tomado estas dos estampas del natural como si fueran materiales brutos para volverlas del revés. Ya la elección implica un primer acierto del director, pero hay otro acierto que radica en estar seguro de que la materia es moldeable. Porque en el momento de poner en pie los personajes quizá no importe tanto que los actores den de sí personajes de carne y hueso como en despojarlos de la carne y el hueso propios para que la criatura resultante, cinematográfica en este caso, sea menos previsible, o sea, más verosímil por inesperada.

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