Seis grados de separación
En 'El cuaderno rojo', una de las piezas autobiográficas que se puede leer en Experimentos con la verdad, el último libro publicado de Paul Auster, se cuenta una historia tan extraña como sorprendente. Durante la II Guerra Mundial, un hombre es hecho prisionero en Praga por los alemanes y mandado al frente ruso. Termina la guerra y su familia (dejó mujer e hija) nada sabe de él, así que con el tiempo aceptan que murió. Pasan los años -siempre pasan los años- y la hija, que ya es mujer y profesora de escuela, se enamora de un alumno que ha llegado de Alemania del Este en un programa de intercambio. Se casan y al cabo de poco tiempo les llega la noticia de que el padre del chico ha muerto en Alemania. Viajan para el entierro y, una vez allí, la joven se entera de que su suegro era un checo que, al terminar la guerra, se había quedado en Alemania. Lo que no estaba previsto sucede, y la chica descubre gracias a unos documentos que su suegro era su padre, y que, de alguna forma, se ha casado con su hermano. Fin de la historia. Paul Auster cuenta más episodios de este tipo, en que el azar gobierna y hasta señorea las vidas de los hombres. Pero no hay que ir tan lejos: el espléndido último libro de Javier Cercas, Soldados de Salamina, también ofrece muestras de ese silencioso destino que nos amarra, y todos hemos sentido alguna vez ese vértigo de actuar como si los hechos estuvieran escritos de antemano.
La teoría de los seis grados de separación postula que todos los seres humanos estamos separados por sólo otros seis. Hagan la prueba
Voy por la calle y pienso en la gente que pasa, en sus vidas desconocidas. Veo un autocar de turistas y me parece imposible que pueda tener algo que ver con ellos, pero la realidad demuestra que todo es más sencillo y que, en el fondo, estamos mucho más cerca los unos de los otros de lo que creemos. Voy a inventarme un ejemplo: los turistas que veo son americanos jubilados, de Florida. Una mujer, fascinada por el modernismo, que acaba de descubrir, toma compulsivamente fotos de los edificios del Eixample y, ale hop, me captura en una de sus imágenes. Vuelve a su país y enseña las fotos a su familia. Sin embargo, una de sus hijas está en cama con fiebre y no puede verlas, así que a la mañana siguiente la mujer turista va a visitarla y le deja el álbum de fotos, para que se distraiga. A media tarde, la chica mira las instantáneas en compañía de unos amigos que han ido a ver cómo se encuentra y por casualidad alguien se percata de mi presencia en una de las imágenes. Quien coge el álbum y me observa atentamente, como escrutando mi rostro ajeno al momento, es mi primo Claudio, que vive en Florida y me reconoce. Se ha cerrado el círculo.
Todo esto puede tener un sentido gracias a la teoría de los seis grados de separación. Los americanos creen ciegamente en esta teoría, aunque se trate de una pura creación literaria, y han llegado a analizarla en revistas de lógica matemática y artículos científicos. El escritor John Guare la formuló en 1989, en una obra de teatro divertida e ingeniosa que llevaba precisamente este nombre: Seis grados de separación. Uno de los personajes decía: 'Todas las personas de este planeta están separadas por sólo otras seis personas. Seis grados de separación entre cada uno de nosostros y los demás. El presidente de Estados Unidos. Un gondolero de Venecia. Quien sea. Sólo se trata de encontrar las seis personas correctas para realizar la conexión. No se trata sólo de los grandes nombres. También un nativo en una selva tropical. Un habitante de la Tierra del Fuego. Un esquimal'.
El éxito de la obra en Broadway fue importante y al cabo de poco el mismo John Guare escribió el guión para la magnífica película del mismo título, que dirigió Fred Schepisi y que interpretaban a la perfección Stockard Channing, Donald Sutherland y Will Smith. En la obra, un joven negro llega a casa de un rico matrimonio de Nueva York pretendiendo que es amigo de sus hijos (estudia con ellos en la universidad, asegura) y, además, afirmando que es hijo del actor Sydney Poitier, lo cual fascina a la pareja. Les cuenta que se encontraba en Central Park y unos desconocidos le agredieron, entonces como por azar recordó que los padres de sus amigos vivían cerca y acudió a pedirles ayuda. El joven es tan convincente que le tratan como a un hijo..., y hasta aquí puedo leer. El trasfondo de la historia tiene que ver con esa capacidad de sorprendernos que tenemos todos y con lo dispuestos que estamos a creer en el azar. La teoría de los seis grados de separación se divulgó rápidamente por Estados Unidos -Bill Clinton la utilizó en uno de sus discursos, se crearon páginas web que hacían trampa y facilitaban el contacto entre desconocidos-, y me da la impresión de que su éxito se debe al componente lúdico. Cuando la escuchamos, todos estamos dispuestos a jugar e imaginar los seis eslabones de la cadena. Seis grados, además, son muchos pasos. A estas alturas, si hago números, estoy convencido de que mi contacto con personajes públicos como Tony Blair, Rocío Jurado, el mismo Paul Auster o Woody Allen se puede solucionar en menos de cuatro grados (y soy tímido). Pero ¿qué sucede con ese gondolero desconocido, con el traficante de armas de Afganistán o con la vendedora de fruta de un mercado flotante en un pueblecito de las afueras de Pekín? En este caso, seis grados parecen pocos. Pero también es cierto que de vez en cuando voy a cenar a un restaurante chino de mi barrio y que cada vez tengo más confianza con una de las camareras, esa que apenas habla español y parece recién llegada de su país.
Ricard Vinyes es historiador.
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