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Columna
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Competitividad

Las responsabilidades de la paternidad obligan al columnista a frecuentar los parques públicos en horas de sol (y no los bares en horas de noche, como era su vocación más íntima). En medio de la barahúnda de pequeñuelos, las alarmantes noticias sobre el descenso de la natalidad se desfiguran por un momento. Cómo que hay pocos niños, se pregunta el articulista, con la guerra que dan.

Pero al verlos, vienen a la cabeza otras reflexiones: el futuro, el duro futuro que les espera. Cada vez que un político, un economista o un empresario abre la boca para hablar de competitividad, nuevas tecnologías o globalización, al columnista se le hiela el alma. Hasta ahora la vida parecía sencilla, todo discurría sobre coordenadas relativamente previsibles. Pero de un tiempo a esta parte los eufemismos economicistas aluden a una realidad azarosa e insegura.

Conmueve la apretada agenda de los adolescentes. Si antes una licenciatura universitaria era garantía de estatus cultural y social (y a la postre económico) hoy ese mismo documento, repleto de sellos académicos y administrativos, no vale apenas nada. La vida de los jóvenes de este tiempo es una carrera trepidante en pos de la excelencia, una excelencia que, de todos modos, no garantiza ninguna expectativa personal.

Los chicos estudian licenciaturas o diplomaturas, se matriculan en masters, aprenden idiomas e informática, asisten a cursos de verano, desarrollan prácticas en empresas, se ejercitan como becarios, llenan los salones de actos en encuentros, jornadas y congresos, acumulan certificados de asistencia y titulaciones de la más variada especie. Los chicos de hoy estudian como bestias y, con algo de suerte, podrán acceder a alguna forma de subempleo tecnológico mediante un contrato basura.

El sistema racionaliza esta pronunciada cuesta arriba educativa y profesional en virtud de términos angelicales: competitividad, tecnología, globalización. Como ya estamos globalizados, un informático de Teruel debe medirse con parámetros propios de Silicon Valley. No basta con ser sociólogo, enfermero o ingeniero técnico. Ahora hay que desarrollar programas informáticos, mantener un buen nivel de alemán (el inglés ya lo utilizamos en casa) y tener una sólida formación en temas medioambientales o estadísticos.

Se me olvidaba; otro término fetiche es la formación continua, un estremecedor concepto cuya filosofía no revelada es la siguiente: 'Nunca estés seguro de que te las sabes todas, en cualquier momento alguien más joven que tú podrá desplazarte de la silla y proyectarte a los infiernos'. El futuro adquiere una tonalidad sombría.

Pienso en los niños de hoy y siento melancolía. Los padres más conscientes los meterán en cursos intensivos de inglés antes de los seis años. Harán deporte y jugarán al ajedrez. Asistirán a cursos de técnicas de estudio. Si no son lo suficientemente buenos, se les torturará llevándolos a un psicólogo infantil. Después culminarán sus estudios reglados, siempre con el adorno de más cursos y más especialidades. Sus currículos serán largos, asombrosamente largos, como si hubieran dilapidado la vida en prepararse, en demostrar que son mejores que el resto de los chicos. Pasarán por entrevistas donde jurarán que van a dejarse la piel por la empresa, y aceptarán contratos en prácticas, contratos de fomento de empleo, contratos de lo que sea a cambio de un corto número de meses con salario.

Siempre habrá un político en la tele diciendo tonterías sobre la globalización, las nuevas tecnologías, la competitividad o la mejora continua, pero los chicos que no se animen a meterse en su oficio (el más astuto, pero al tiempo el menos especializado del mundo) lo tendrán verdaderamente difícil. Uno presiente que todos los temperamentos no están preparados para sobrellevar continuamente esa presión, porque habrá caídos, rezagados, almas inadaptadas incapaces de sobrellevar el ritmo de la carrera.

Y nunca habrá formación continua para ser más felices, que es lo que importa.

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