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LOS SUEÑOS DE UN FASCISTA

Enric González

Juan Carlos Castillón pasó en su juventud por las organizaciones españolas de extrema derecha y participó en los escuadrones de la muerte salvadoreños. Hoy regenta una librería en Miami y publica en España su novela La muerte del héroe y otros sueños fascistas.

Los fascistas sueñan historias de valor, de violencia, de muerte. Y algunos de ellos intentan vivir sus sueños. Juan Carlos Castillón era estudiante en Barcelona cuando murió el franquismo, fue aporreador de rojos en pequeñas batallas callejeras, le detuvieron y en 1981, antes de ser juzgado, huyó de España; se unió a Roberto d'Aubuisson y sus escuadrones de la muerte en El Salvador y acabó recalando en Florida, como casi todos los restos de casi todos los naufragios latinoamericanos. Hoy es librero en la Pequeña Habana de Miami y escritor. Y aún miembro, en honor a la memoria, de una extraña minoría.

La primera novela de Juan Carlos Castillón publicada en España (hay una anterior que se editó en Venezuela), La muerte del héroe y otros sueños fascistas, está distribuyéndose estos días; el tercer capítulo se titula '¿De dónde vienen los fascistas?'. ¿De dónde vienen? En su caso, de oscuras sensaciones infantiles, de las tormentas en la casa rural francesa de su tío, de las historias de legionarios de Jean Larteguy, de una cierta avidez por nadar contra corriente. No había militares en su familia, ni espadones, ni fervor franquista; más bien al contrario: abuelos tipógrafos y obreros de filiación socialista, exilios en Francia, un padre que hacía prótesis dentales y atesoraba una enorme biblioteca, con primeras ediciones de gran valor, en su piso de Barcelona. Ni artes marciales había. Nada. Una casa de clase media con amor por las letras, los padres y dos hijos, uno de los cuales soñaba con conspiraciones judías, amenazas rojas y valientes voluntarios de camisa negra.

Aún no era universitario cuando se afilió a Cedade (Círculo Español de Amigos de Europa), uno de los grupúsculos ultras más excéntricos del mundo: una peña de fascistas presuntamente puros, organizados en torno a los libros. Del talante de Cedade, a mediados de los setenta, da una idea un detalle: Castillón fue expulsado por viajar a Madrid para asistir al entierro de Franco, un dictador blando en un régimen aburguesado.

El suyo era un mundo pequeño, muy pequeño. La Barcelona de la época no era roja, ni mucho menos; los maoístas bailaban sardanas, los independentistas aspiraban al orden y el sentimiento general acabó plasmándose en una frase que con el tiempo se demostró perfectamente sensata: 'Libertad, amnistía, estatuto de autonomía'.

'¿Qué sentido tiene andar por el camino de en medio sin fastidiar a nadie?'. Ésa es la pregunta que se hacía, y todavía se hace, rodeado de libros en Miami, el camarada Castillón. El subidón de adrenalina de las peleas callejeras o del apaleamiento gratuito de algún pobre desgraciado era otro plus para el diminuto fascismo catalán. 'Yo no era especialmente fuerte ni valiente, en un sentido físico', recuerda. Pero iba a los golpes, y buscaba caudillos de combate.

Cuando le echaron de Cedade, su lugar natural -'nunca me sentí cómodo entre fascistas españoles'-, el grupúsculo donde encajaban sus ensoñaciones y sus héroes europeos -Mussolini, D'Annunzio, Von Salomon, Larteguy, Grandi, Ferroni, Tamburini-, pasó por Fuerza Nueva (de donde también fue expulsado cuando le detuvieron: el grupo de Blas Piñar trataba de ser respetable), el Frente de la Juventud... Su currículo es tan completo que incluso perteneció al Movimiento; se apuntó tras la muerte de Franco, en un gesto insólito: ya no tenían ni impresos de afiliación. Formó parte de los grupos de Juan Bosch, vertiente descerebrada de las camadas negras, y de Ernesto Milá, vertiente instruida de lo mismo: 'Exacto', dijo Castellón, 'que tenía la mala costumbre de darle siempre la razón al jefe so pretexto de que eso, darle la razón al jefe, era lo correcto entre fascistas'. La frase pertenece a la novela, altamente autobiográfica, de Juan Carlos Castillón.

Todo se hundió cuando una bomba fascista mató a una persona y destruyó la redacción de la revista satírica barcelonesa El Papus, haciendo inevitables las primeras redadas contra los neonazis, y después, el 23 de febrero de 1981. 'La ultraderecha había pasado años renunciando a las ideas, amparándose en una sola consigna: Ejército al poder. Y cuando los militares al fin se movieron', recuerda, 'nos encontramos en un bar, con la persiana bajada, sin saber qué hacer'. Castillón fue detenido ese año y procesado por tenencia ilícita de armas. Un joven salvadoreño amenazado de muerte por la izquierda apareció por Barcelona, le contó 'historias asombrosas' de su país, puro realismo mágico, y Castillón pensó que aquél era su destino: una patria lejana, en plena erupción de violencia, donde el anticomunismo iba armado, y mataba, y moría. En septiembre de 1981, el joven fascista viajó a Guatemala, con 125 dólares y unos cuantos números de teléfono, y desde allí, en autobús, a El Salvador.

El mayor Roberto d'Aubuisson (1943-1992) era entonces, probablemente, el más depurado prototipo de jefe fascista que había en el planeta. Fibroso, vociferante, carismático, formado en Estados Unidos y Taiwan, adalid de la oligarquía cafetalera: 'D'Aubuisson es el mejor jefe que he tenido, el único que siempre cumplió sus promesas. No era tan fascista como se piensa; algunos de sus colaboradores lo eran mucho más que él', dice Castillón. Según la Comisión de la Verdad, D'Aubuisson fue responsable de decenas de asesinatos, entre ellos el del arzobispo Óscar Romero. 'Algunos de mis compañeros', recuerda, 'se concentraban mentalmente para acabar, de alguna forma misteriosa, con el odiado Romero; un día, la madre de uno de ellos entró en la habitación y les dijo que dejaran ya de meditar, que por fin estaba muerto'.

Castillón trabajó en la campaña electoral salvadoreña de 1982, tras la cual D'Aubuisson se convirtió en presidente de la Cámara de Diputados; vivió noches de mariachis y balaceras, madrugadas de asesinatos, largas jornadas alcohólicas, una vida de riesgo, revólver y cojones, un sueño fascista. 'Lamento confesar que nunca he matado a nadie', puntualiza -el contexto es irónico- en el epílogo de su novela.

Y un día de 1985 se acabó aquello. Y, como muchos otros oligarcas, pistoleros y refugiados de todo pelaje, Juan Carlos Castillón se encontró en Miami. En una librería hispana donde la literatura anticastrista convive con una apología de Augusto Pinochet, las últimas novelas de Maruja Torres y Juan José Millás y los ensayos de Vázquez Montalbán, a unos metros del cementerio donde se pudrieron los restos de Somoza y otros personajes similares. 'No sé por qué empecé a escribir, ni recuerdo cómo me puse a ello', dice.

Redactó una y otra vez el borrador de la novela que ahora publica en España. Entretanto, en un frenesí de cuatro semanas, escribió otra novela, Nieve sobre Miami, editada en Venezuela, sobre el alud de cocaína que se derramó sobre la ciudad en los años ochenta. Y se obsesionó por la literatura y la crítica literaria, devoró todo Vargas Llosa, Borges, Cortázar.

Se acomodó en un pequeño apartamento de Vietnam, una zona poco recomendable -el nombre lo dice todo-, entre la miseria del centro y el torbellino de la Pequeña Habana; se compró ropa de marca para olvidar las camisas sudadas de El Salvador; engordó; poco a poco, se convirtió en un librero modélico, una referencia para lectores de todo pelaje, un recurso del que echan mano antropólogos japoneses o teóricos comunistas, mientras seguía recibiendo en su guarida de letra impresa a antiguos coroneles y viejos jerifaltes de regímenes ultraderechistas triturados por la historia.

Y siguió escribiendo, de forma obsesiva. El año pasado envió el último borrador de su novela de siempre, vía Internet, a un autor al que había conocido casualmente, éste la rebotó a un editor, y la historia se ha publicado. Esta semana ha visto el libro por primera vez. 'La portada es bonita. Bien editado. Quizá debí enviar a la editorial, para la solapa, una foto en la que empuño una pistola', comentó al examinar el tomo.

'No creo que la mía sea una novela fascista. Sólo hay tres escritores fascistas en la historia de la literatura española: Rafael García Serrano, Agustín de Foxá y Luys Santamarina. Y sólo una novela, Eugenio. Yo he escrito una novela en la que los personajes son fascistas. No hay apología, hay descripción', explica.

¿Se puede ser fascista con 42 años y una cultura demasiado amplia como para encajar en la estética del puñetazo? Castillón merodea. 'Sigo a través de Internet', dice, 'los debates del fascismo español, que aún existe. Y me deprime comprobar que siguen hablando de lo mismo que hace veinte años'. Pero ¿se puede ser aún fascista? 'Hay cosas a las que uno no puede renunciar sin renunciar a la propia vida. Nunca retiraré la palabra a mis amigos de antes'.

La pregunta sobre si se puede aún ser fascista queda en el aire. La respuesta es probablemente negativa. Después de una cierta cantidad de vida, el fascismo es literario. Material de sueños heroicos.

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