El KGB abre sus puertas
El servicio ruso de espionaje muestra armamento, artilugios y hazañas en su museo de Moscú
Prohibido sacar fotos y grabar las explicaciones del guía, todo un coronel del Servicio Federal de Seguridad (FSB) que facilita su nombre de pila, Valeri, con tanta reticencia como si se tratase de un secreto militar. Claro que éste no es un museo cualquiera, sino el del FSB, aunque todo el mundo lo conozca como del KGB, la siniestra policía secreta soviética. Es inútil buscarlo en las guías turísticas. Ninguna placa lo anuncia en la puerta, pero ahí está, en el corazón de Moscú, en la calle de Bolshaya Lubianka.
En tiempos soviéticos, la sola mención de ese nombre infundía pavor. Sus sótanos registraron interrogatorios, torturas y ejecuciones de innumerables 'enemigos del pueblo'. Todavía hoy suscita temor. Dos máximos dirigentes del país más grande del globo fueron jefes de los servicios secretos: Yuri Andrópov (que fundó este museo en septiembre de 1984) y Vladímir Putin (que lleva hoy el timón de la convulsa Rusia).
Otros jefes del KGB terminaron con un agujero de bala en la nuca. Como Yákov Peters, Nikolái Yezhov, Guenrij Yagoda y Lavrenti Beria, que cayeron en desgracia con Stalin y fueron ejecutados sumariamente. Por no hablar de Viacheslav Menshinski, brillante y lleno de talento, que hablaba 19 idiomas y que murió en 1934 en circunstancias extrañas, tal vez envenenado.
Menshinski fue el sustituto de Félix Dzerzhinski, el fundador de la Cheka, antecedente de unos servicios creados para hacer frente al enemigo interior tanto como al exterior y que cambiaron varias veces de nombre (OGPU, NKVD, KGB...) hasta partirse en cuatro después del frustrado golpe comunista de agosto de 1991, en el que desempeñó un papel determinante el entonces jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov.
Aunque hace 10 años que la estatua de Félix de Hierro fue derribada por la multitud en la plaza de la Lubianka, Dzerzhinski sigue siendo un Dios en este museo, en el que se exhiben su máscara mortuoria en bronce y su espartana mesa de trabajo.
Resulta irónico que el veterano coronel chequista Valeri muestre este singular museo incluso a periodistas norteamericanos, cuando aún está abierta la herida de la última guerra de espías entre Rusia y Estados Unidos, saldada con 50 expulsiones por bando.
El museo se utiliza todavía como parte de la formación de los alumnos de la academia del KGB, para condecorar a agentes distinguidos y para tomar juramento a los nuevos. Pero ahora tiene las puertas entreabiertas. Como ayer para varios corresponsales extranjeros. Pero también para agentes de los servicios de espionaje (CIA y MI6 incluidos) de los mismos países que eran considerados como enemigos durante la guerra fría.
En el museo hay armas capturadas a espías enemigos (incluido un lanzacohetes oculto en una manga, con el que se pretendía asesinar a Stalin), rudimentarias emisoras de radio, minimicrófonos de última generación y transmisores vía satélite. Lo más notable es un sistema último modelo de pasar información: se graba en un disco compacto y, al pasar cerca de donde está un cómplice, se aprieta play y en una fracción de segundos llega al receptor. Más limpio y rápido, imposible.
Se recogen igualmente homenajes a héroes como el británico Kim Philby, los componentes de la Orquesta Roja (que actuó tras las líneas alemanas) y los que capturaron al británico Sydney Reilly. Hay un recuerdo especial para Nikolái Kuznetsov, el único espía que ha dado nombre a un planeta, venerado en Rusia por facilitar información que evitó un atentado en Teherán contra Churchill, Stalin y Roosevelt. Para no traicionar a los suyos al ser torturado, se suicidó antes de que le capturasen. Antes había matado a cinco generales alemanes.
No podía faltar, y no falta, una amplia exposición de cómo la URSS robó a los norteamericanos los secretos de la bomba atómica. Y un recorrido por sistemas de camuflaje de información en forma de piedra, rama o corteza de árbol, gafas, pipa, libro, lámpara, cañas, cuadros o zapatos. Como en cualquier película de espías que se precie, aunque se echa en falta una de las más audaces (y sucias) operaciones del KGB: el asesinato de Trotski por el español Ramón Mercader. Los espías rusos están de enhorabuena, con uno de los suyos en el Kremlin. En los últimos cuatro años han detenido a 98 agentes extranjeros.
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