Un genio surgido de la miseria
El triunfo en la Copa Intercontinental encumbró al argentino
Allí estaba Juan Román Riquelme (Buenos Aires, 1978) mientras sus compañeros jugaban el último partidillo antes de disputarle la Copa Intercontinental al Real Madrid. Sentado sobre un balón, con la espalda apoyada contra uno de los postes de la portería del campo de prácticas. Desgarbado al sol. Los ojos caídos y la mirada perdida mientras el entrenador del Boca Juniors, Carlos Bianchi, hacía la vista gorda. 'Es un superdotado', decía el médico del equipo, mirándole desde la banda; 'si no se entrena es porque su calidad muscular es superior. No le hace falta. Además, si se entrena demasiado, juega peor'.
Un día después, más de un millón de televisores en toda España reflejaron la imagen del mismo jugador escondiendo el balón en el estadio Nacional, de Tokio. Le persiguieron Michel Salgado, Hierro, Makelele, Helguera, McManaman... Pero el balón siguió en poder de Riquelme como si aún se sentara sobre él. Quien se preguntara a qué escuela correspondían esos recursos, esos codos abiertos, ese equilibrio y esa capacidad para manejar el tiempo con la posesión y el pase debería remitirse a una línea generacional que comenzó con Maradona y se transmitió a Olguín, Batista, Redondo, Cambiasso... Todos surgieron de la cantera mágica de un pequeño club de Buenos Aires llamado Argentinos Juniors.
Riquelme se crió en uno de los miles de barrios miserables del cono urbano bonaerense: la villa San Jorge, en Don Torcuato. En una pequeña casita con techo de latón se hacinó la familia: Juan Román, sus nueve hermanos; la madre, María, y Luis Ernesto, su padre y mentor. A unos metros de ella, en un campo de tierra, comenzó Romy a destacar sobre los demás chicos. Antes de cumplir diez años ya ejercía en el centro de las formaciones del barrio imitando a Marangoni, soberbio volante tapón que jugaba en el Boca. Dos años después, en el salón del hogar aparecía en dos fotos enmarcadas, colgando de las paredes, con Maradona en una y con Francescoli en la otra.
Apuntado en la cantera del Argentinos, debió atravesar la ciudad en un camino que le tomaba dos horas de ida y otras dos de vuelta para ir a entrenarse: cuatro kilómetros a pie, dos trenes y dos autobuses. Fichado por el Boca, debutó en Primera el 10 de noviembre de 1996, pero sólo cuando Carlos Bianchi se hizo cargo del equipo comenzó a tener los minutos que le elevaron a la estatura de jerarca del grupo que ganó tres campeonatos argentinos, una Copa Libertadores de América y una Intercontinental -después de entrenarse sentado en el balón, en Tokio, contra el Madrid el año pasado-. Con la selección sub 20 levantó dos títulos: el Mundial y el Suramericano de 1997. Ha jugado seis partidos con la selección mayor, pero, de momento, se le interponen tres enganches: Verón, Gallardo y Aimar, de la preferencia del seleccionador, Marcelo Bielsa.
Ganaba más de medio millón de dólares al año y Riquelme se resistía a dejar su paupérrimo barrio, esos 400 metros cuadrados de marginación donde aprendió el fútbol y se forjó su grupo de amigos e incondicionales. Incluso se construyó una piscina junto a la casita. Silencioso, introvertido y alejado del ruido de la farándula, prefería su condición de patriarca local. Hasta que hace un año, el club y su representante le recomendaron que dejara Don Torcuato para evitar un secuestro o algo peor. Desde entonces no se le ha visto cómodo. No ha dejado de presionar al presidente del Boca para que le aumente el sueldo. Incluso ha amenazado veladamente con no jugar. Esto es: con sentarse sobre el balón durante los partidos oficiales.
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