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El inmigrante como individuo

Hay en estos días movilizaciones y encierros de inmigrantes, oposición firme a la Ley de Extranjería, censuras contra el tratamiento dado en España y en Europa a esta cuestión. Incurrimos en aspavientos y en estereotipos, en diagnósticos apresurados, en temores apocalípticos y en solidaridades que no nos comprometen demasiado. Nos faltan datos y nos falta sensibilidad. Pero no piensen que estas carencias sólo se dan entre desinformados e incultos. Estos prejuicios e incoherencias se aprecian también entre intelectuales distinguidos. Les pondré un ejemplo y a partir de ahí trataré de mostrarles la índole de sus errores doctrinales. Me refiero a La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, un volumen reciente del que es autor Giovanni Sartori, un afamado politólogo. Conviene reparar en él porque allí junto a hallazgos y logros hallamos tres errores muy comunes acerca de la comunidad, acerca de los inmigrantes y acerca del racismo.

En dicho libro se hace una defensa ardorosa de la democracia liberal, fundada en la sociedad abierta, la que reconoce y admite la diversidad, el respeto de lo distinto, y que se expresa en el valor de la tolerancia y en la copresencia de partidos diferentes. Hasta aquí, nada que objetar. Sin embargo, el primer error en el que incurre el autor empieza cuando quiere llevar a cabo una aleación entre sociedad y comunidad o, mejor, cuando la sociedad pluralista que es la base de la democracia la identifica con una comunidad -en el sentido que le diera Ferdinand Tönnies a esta expresión- de lazos primarios, la comunidad originariamente simbiótica. En términos ideales, la historia contemporánea es la época del debilitamiento de los lazos primarios, la pérdida de aquello que nos ataba a los otros y que impedía el autogobierno del individuo. Sin embargo, añaden algunos, el invento de la nación habría servido para reparar los daños de ese individualismo, justamente al tomarse como una de las fuentes contemporáneas de la identidad y de la pertenencia, del rescate comunitario frente al individualismo y al aislamiento. A los individuos nos gusta pertenecer, porque esa dependencia nos libra del destino propio, nos rebaja la angustia. A juicio de Sartori, eso está bien porque nos da seguridad. Por tanto, no es razonable -añade contra Ralf Dahrendorf- rebasar el comunitarismo nacional con el cosmopolitismo ni regresar a formas preindividualistas de comunidad anteriores a la nación. Se trata de crear y de afirmar comunidades pluralistas, naciones que integren a ciudadanos con múltiples pertenencias. Me parece una meta bienintencionada pero dudosa. El comunitarismo de la sociedad contemporánea se ha expresado en la nación, en las naciones, en esas naciones que han guerreado entre sí invocando lazos primarios y pertenencias irrevocables. Pienso, contra Sartori, que hay que crear un marco político de instituciones bien asentadas, unas instituciones que den amplitud y estabilidad a la esfera pública democrática, en la que nadie pueda verse excluido en función de ninguna pertenencia o identidad e incluso en donde nadie pueda verse perseguido por lo suyos al renunciar o abdicar a la identidad de grupo.

Desde ese punto de vista, el inmigrante tiene todo el derecho a salir del infierno de determinaciones y miserias que lo coartan individualmente, y, por tanto, unas creencias religiosas o unos atributos étnicos no lo hacen de entrada inasimilable. Ése es justamente el segundo error en el que incurre Sartori: concebir como 'enemigos culturales' a aquellas personas que son portadoras de una cultura fideísta o teocrática. El inmigrante que procede de esa cultura fideísta o teocrática puede haber emprendido la huida de esa misma cultura y destino y, por tanto, negarle la acogida por su lugar de origen es vulnerar literalmente el individualismo liberal y universalista del sistema democrático que Sartori defiende y en el que creemos. Pero a la vez el inmigrante fideísta o teocrático que escapa principalmente de las determinaciones de la miseria material y que busca la riqueza de Occidente no podrá invocar la pertenencia cultural para guarecerse en el multiculturalismo, aquel que separa y demarca el espacio público en islotes soberanos y de mutuo reconocimiento. Si se aceptara eso -y ahí tiene toda la razón Sartori- fracasaría la democracia liberal fundada sobre el individuo. El inmigrante y el occidental deberán someterse mutuamente a un proceso de aculturación individualista, a una aceptación universal del marco general que a todos obliga, a no hacer de la diferencia cultural atributo público. La secularización es un logro y no puede haber vuelta atrás.

Esa constatación es precisamente la que nos hace lamentar el último error de Sartori: a su juicio, el racismo es sobre todo y principalmente una manifestación morbosa y delictiva de xenofobia provocada, inducida por la arrogancia o la extrañeza de inmigrantes inasimilables. O, dicho en otros términos, 'un racismo ajeno genera siempre, y llegado un momento, reacciones de contrarracismo. Tengamos cuidado -apostilla-: el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo'. Tomada así, literalmente, esa aseveración es un dislate peligroso, porque nos hace creer que las conductas delictivas son fruto de una provocación, cuando es lo contrario: el racismo es fruto de lo que se percibe fantasiosamente como una provocación. La tendencia xenófoba está arraigada en el ser humano, esto es, contemplamos con prevención, con temor o con odio lo que nos desmiente y lo que nos cancela o lo que creemos que nos cancela, y sólo una esmerada, tolerante, democrática y sofisticada educación nos hace aceptar al otro, a ese extraño que no encaja en nuestro mundo de evidencias. En las sociedades étnica y culturalmente homogéneas, en la sociedad cerrada, el otro no incomoda y es invisible; en cambio, en la sociedad abierta que no hace de la pertenencia comunitaria su fundamento y que permite un efectivo pluralismo, el extraño es una molestia con la que debemos aprender a convivir y que nos ensancha, nos dilata; a la vez, ese otro debe aprender a aceptar y respetar las condiciones generales de la convivencia política que hacen posible la democracia liberal. Se trata de crear un espacio de acogida para disidentes, ellos y yo, un espacio en donde a nadie se le pueda discriminar por sus ideas, creencias, tradiciones, pero también un espacio en donde nadie pueda pretender respeto incondicional por sus ideas, creencias, tradiciones, sino sólo respeto por su persona, el que hace posible la autonomía, dignidad e inviolabilidad de los individuos.

Justo Serna es profesor de historia contemporánea de la Universidad de Valencia.

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