Igualdad para ser iguales, con su permiso
La Comisión de la Unión Europea acaba de publicar el Segundo Informe sobre la cohesión económica y social. De él se desprenden algunas lecciones, se obtienen algunas apariencias y se siguen no pocas preocupaciones.
Entre las lecciones, la primera es bastante elemental y se podía dar por conocida, a saber: que las diferencias de bienestar entre las regiones europeas son enormes. La renta media del 10% de la población situada en las regiones más prósperas es 2,6 veces mayor que la del 10% situado en las regiones con menor nivel de renta. La segunda lección confirma una ya conocida tendencia a la concentración espacial de la población y de la actividad económica en una economía de mercado. De hecho, en 1/7 de la superficie de la Unión Europea vive un tercio de la población y se lleva a cabo la mitad de la actividad productiva de la UE. Es el área delimitada por el triángulo que se extiende entre el norte de Yorkshire, en el Reino Unido; el Franco-Condado, en Francia, y la ciudad estado de Hamburgo, en Alemania. La tercera lección, y -a mi juicio- la más importante, es que, además de otros muchos problemas, las regiones de menor prosperidad aparecen asociadas a menor educación y formación de su población, menos investigación, desarrollo e innovación en su actividad económica, más lenta introducción de las tecnologías de la información y las comunicaciones y, naturalmente, menor productividad por persona empleada.
Entre las apariencias está la que ha suscitado mayor atención pública en los últimos tiempos: el aparente éxito de la política de cohesión de la Unión Europea. Y aclaro al lector que si lo califico de aparente no es por afán de negar la evidencia de que los países de la cohesión (Grecia, Portugal y España) hayan reducido la distancia en renta por habitante respecto de la media de la UE en casi un tercio entre 1988 y 1999 (del 68% de la media europea al 79%), sino porque tal reducción es notablemente menor cuando la comparación se hace entre regiones y no entre estados, y porque, lamentablemente, de ninguna manera puede darse por hecho que ese proceso constituya una tendencia natural. La diferencia en bienestar entre el 10% de regiones mejor situadas y el 10% de regiones menos favorecidas apenas se ha reducido en un 11% en estos 10 años, disfrutando las primeras de un PIB por habitante que superaba en un 60% a la media de la Unión, en tanto que las segundas se situaban un 40% por debajo de la media. Eso sin contar el hecho de que, al ritmo actual, la convergencia real de los tres países menos avanzados de la UE, entre los que se sitúa España, necesitará todavía entre veinte y treinta años para ser efectiva.
Por fin, entre las preocupaciones se sitúan de modo esencial dos. La ampliación de la Unión Europea hasta 27 miembros, cuando se produzca, no sólo supondrá la ampliación de las diferencias regionales de renta y capacidad por habitante, sino un reto de una magnitud desconocida hasta ahora para la UE. Baste decir que si eso hubiera ocurrido ya, la renta media por habitante del 10% de la población situada en las regiones menos favorecidas de la nueva Unión sería tan sólo el 31% de la media de esa Unión Europea de 27 miembros.
Y si la entidad de la política de cohesión de la UE15 es poco relevante en el presente, inquieta pensar lo que puede ser -o dejar de ser- en el futuro.
En estos tiempos en que la preocupación por la igualdad está tan devaluada como necesitada de reconsideración y apoyo intelectual, conviene tener en cuenta algunos datos que siguen siendo extraordinariamente gráficos.
El último período de la política regional europea ha significado alcanzar la culminación de los esfuerzos que en pos de la cohesión se inician con el Acta Única y la Cumbre de Edimburgo. Desde aquellas efemérides se produce una duplicación de los fondos estructurales en la UE y la creación de los fondos de cohesión. La cumbre de Berlín marca el declive de esta política de solidaridad interterritoral creciente en la UE. A lo exiguo del Presupuesto de la UE a los efectos de cualquier política económica de estabilización coyuntural, se une desde entonces la expresa voluntad de no aumentar los fondos europeos destinados a la política de reequilibrio territorial. Más aún, el mismo importe alcanzado en el pasado, medido en términos de porcentaje sobre el PIB, habría de dedicarse en el futuro a las actuales regiones y países hoy menos desfavorecidos y a los que acabaran por incorporarse a la UE en los años próximos.
Si las tendencias a la concentración de la actividad económica y la población persisten, como el segundo informe sobre la cohesión confirma sin matices, resulta imposible no sacar la conclusión -una no suficientemente enfatizada en ese informe-, acerca de la necesidad de volver a replantear sobre bases más ambiciosas que en Berlín en lo financiero y en Niza en lo político, el futuro de la Unión.
Es posible que la igualdad no esté de moda en nuestras afluentes sociedades. Y que los valores dominantes hayan triunfado hasta reducir al silencio o al desván de lo inservible como antiguo las voces que expresaban preocupación por las diferencias sociales y territoriales existentes. Sin embargo, de una manera o de otra, la cuestión de la igualdad territorial, tanto en nuestro país como en la construcción europea, es y seguirá siendo una de las grandes cuestiones para el debate económico y para la diferenciación de las políticas.
Cuando se constata que el resultado alcanzado en estos últimos años, significativo pero magro, como he señalado más arriba, es la consecuencia directa del período de mayor crecimiento de las políticas estructurales y de cohesión territorial de la historia de la Unión Europea, queda motivo para la preocupación, al menos en algunos. Cuando a lo anterior se une el hecho de que, tras el paquete Delors1 (1988-1992) y Delors2 (1993-1999), se ha alcanzado el tope financiero en materia de políticas de cohesión y se comprueba que este esfuerzo europeo ha significado tan sólo un 0,46% del PIB de la UE15, la preocupación se hace más intensa. Y se instala ya de modo definitivo en la conciencia al comprobar que las perspectivas financieras de la UE hasta el año 2006, a pesar de la injustificada satisfacción que el Gobierno exhibió tras la cumbre en Berlín, significan la caída de recursos dedicados a esa finalidad en los países de la UE15 -España incluida, naturalmente- y que en el año 2006, para una UE de 21 países, habrá los mismos recursos que en el año 2000 para 15 países miembros.
No parecen razonables ni la satisfacción ni la complacencia. La convergencia real de la economía española, apoyada sin duda por una política estructural y de cohesión creciente, tendrá menos apoyos en el futuro. Pero, entre tanto, han crecido -no se han reducido- las diferencias entre las regiones españolas y siguen siendo enormes entre las europeas. Y cuesta mucho creer que esto pueda evolucionar de modo muy distinto con las políticas proyectadas. ¿Será preciso todavía un largo período de crecimiento de las diferencias personales y territoriales hasta que vuelvan del silencio los que sienten preocupación por la igualdad? ¿O es posible empezar a diseñar el futuro, otro futuro desde ahora?
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay es diputado del PSOE por Murcia.
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