El espejo del ciego
Tal vez con el teatro está a punto de ocurrir como con la televisión, que ya muy pocos espectadores están dispuestos a disfrutar de algo en serio. La Zaranda es una compañía jerezana que ha estado por aquí en un par de ocasiones, en salas de aforo limitado. Hacen un teatro riguroso, acaso más riguroso como propuesta escénica que como reflexión ideológica, aunque ésta no falte en sus creaciones.
El resultado, también en La puerta estrecha, es de una belleza rara en los escenarios de ahora mismo, una belleza conceptual resuelta en la determinación de una imaginería donde el propósito entra por los ojos del espectador, acompañado de un texto fragmentario que viene a ser como una letanía que lo mismo indica dirección que acompañamiento.
Resulta inevitable referirse a Grotowski y a Tadeusz Kantor, dos polacos de escuela muy diversa, en lo que tiene que ver con el aliento estético de este montaje, aunque sería imperdonable no mencionar las creaciones pictóricas de El Bosco o el absurdo, más que el surrealismo a lo André Breton, de Magritte. De Grotowski toman tal vez la certidumbre de que ningún texto puede salir de otro lugar que no sea el propio cuerpo y de la infinidad de sus recursos, mientras que la evocación de Kantor estaría presente en la configuración de unas imágenes escénicas de carácter reiterativo que no requerirían de texto alguno para obtener, y trasladar, su significación. Algo tal vez demasiado severo, en lo que tiene que ver con la elaboración escénica, en relación a lo que tratan de acostumbrarnos los cacaos del mestizaje sabrosón o los besucones de las canciones del tipo de música mientras trabaja. Se agradece que esto sea otra cosa.
Tradición de postín
En un terreno ahora de nadie, pero bien arropado por una tradición de postín, La Zaranda monta una especie de ensoñación sobre la posición del inmigrante en la que lo que queda del teatro contemporáneo reclama unos poderes de composición tan imprescindibles como ajenos a cualquier otro medio, incluido el teatro de culebrón televisivo que llena los escenarios. Está por ver si lo que se proponen excede a lo que consiguen, pero de momento su respeto por el gusto del espectador les lleva a la fidelidad hacia un trabajo no más difícil que otros pero sí más exquisito.
Y a la exigencia de la reflexión -a veces tremendista, andaluza siempre, si no se ve en ello una afirmación xenófoba- en un montaje que pasa por momentos de mucho brillo, aunque a menudo gane el estrépito.
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