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Columna
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Insomnio

Una vez, durante la carrera, leí una línea que me llenó de horror. En alguna página de alguno de los volúmenes de sus caudalosas obras completas, Ortega y Gasset afirmaba, de pasada, que Max Weber se había muerto de no poder dormir. Desde entonces, muchas veces he indagado biografías de Weber intentando corroborar el dato y no he podido hacerlo. El hecho, se dirá, es lo suficientemente anodino como para provocar más la indiferencia que el miedo: pero yo lo leí a las cinco de la madrugada, preparando un examen, con dosis copiosas de café y tabaco en la sangre, y un remoto escozor de suciedad en el fondo de los ojos. De inmediato tuve miedo de no poder dormir, de no poder volver a cerrar los párpados, de echarme en la cama y no lograr aislarme de la habitación, de la luz de la mesilla, del volumen de Ortega y el crecimiento distante de las rosas. Creo que ya por entonces padecía insomnio, o comencé a sufrirlo muy poco después; por eso, supongo, fui tan sensible a la frase que habían abandonado sádicamente sobre la inocencia del papel. Desde entonces, y aunque tengo mis altibajos, colecciono toda noticia, todo apunte, toda cita relativa al insomnio, como colecciono insomnes. Ese desarreglo deja una extraña impronta en quien lo resiste, en quien lo ha conocido alguna vez: una misteriosa tranquilidad de suicida, una lucidez que de alguna manera sobrepasa a la del resto de los seres que duermen. No en vano uno de los grandes insomnes de mi colección es Kurtz, el personaje del Corazón de las tinieblas, de Conrad, que ha alcanzado el conocimiento insostenible del horror. Los tocados por ese pájaro negro forman una especie de cofradía; así lo vio Juan Bonilla, insomne, en un cuento cruel en que alguien telefoneaba de madrugada a otra persona que a su vez telefoneaba a otra que a su vez telefoneaba, extendiendo esa maldición por las ciudades como una mancha de aceite. Mi amigo Joaquín, que padece insomnio, aprovechaba la noche para redactar poemas: tuvo que detenerse, agobiado, porque después de un mes llevaba más de tres cuadernos escritos. La noche del que vela está llena de criaturas, de rostros, de torres, de junglas. De hierro, decía Borges, tenía que ser la madrugada para sostener el inmenso caudal de las cosas que veía: las mismas que atacaban al pobre Funes cuando se volvía hacia la pared de su zaguán para intentar dormir, tratando de olvidar los rumbos exactos de los nervios en las hojas de una higuera.

Andalucía es una comunidad con dos millones de insomnes. Uno siente la tentación de ponerse en contacto con todos esos hermanos, de susurrarles su complicidad. Cuando leo que, según el Servicio de Neurofisiología Clínica del Virgen del Rocío de Sevilla, las personas que padecen esa disfunción tienen un 40% más de posibilidades de sufrir alguna enfermedad psíquica, recuerdo el antiguo mito de Saturno y la melancolía. Todos los nacidos bajo la órbita de Saturno presentan una misma complexión melancólica, un idéntico interés por los extravíos de la mente, la misma misantropía, el mismo insomnio. Los poetas, habitualmente melancólicos, tienen las noches llenas de palacios y de monstruos, y aprovechan esas visiones para componer versos. Las mismas que, si tardan demasiado en dormirse, pueden conducirles a la locura y a la muerte, como recordaba Ortega.

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