Noticia de Macedonia
Desde que Vojislav Kostunica se convirtió en presidente de Yugoslavia, ha cambiado mucho la visión de los sucesos locales que nuestros gobiernos han hecho suya. El último botón de muestra de ese cambio lo aporta el acatamiento general suscitado por la singularísima versión que el gobierno macedonio ha ofrecido de lo ocurrido en torno a la aldea de Tanushevtsi, primero, y a la ciudad de Tétovo, después. La guerrilla que opera en ambos casos, se nos dice, procede de Kosovo, de tal suerte que en ella en modo alguno están presentes los albaneses de un país, Macedonia, retratado como un prodigio de equilibrio y respetos.
El derrotero seguido por los acontecimientos en Macedonia desde la independencia de ésta, diez años atrás, invita a recelar, sin embargo, de semejante visión. La identidad nacional del grupo mayoritario en la república, los eslavos macedonios, se ha visto sometida, por lo pronto, a agudas controversias. En la primera mitad del decenio de 1990 las disputas enfrentaron al Estado recién nacido con algunos de sus vecinos. Si al cabo de un tiempo se difuminó la amenaza de una acción militar asestada desde Serbia -ésta se hallaba inmersa en conflictos en Croacia y en Bosnia-, al poco Bulgaria rebajó el tono de sus quejas y se avino a reconocer un Estado macedonio pese a sostener que los macedonios eran, en puridad, búlgaros. Tardaron más en amainar las tensiones con Grecia, remisa a dar el visto bueno a una entidad a la que atribuía inequívocas ínfulas expansionistas, designios usurpatorios de símbolos ancestrales y un soterrado alineamiento con Turquía. El obstruccionismo griego, el embargo internacional que pesaba sobre Serbia y la dependencia anterior de Macedonia para con esta última abocaron en una situación económica muy delicada a la que se sumó la deriva autoritaria del presidente Gligorov.
A partir de 1995, y con el panorama exterior razonablemente normalizado, el apuntalamiento nacional de los eslavomacedonios experimentó un vuelco en provecho del frente interno, en el que cobró cuerpo, de forma singular, una tensión creciente con la minoría albanesa. El retroceso de las opiniones más moderadas, de un lado y del otro, algo le debió a la aproximación a Serbia asumida por las autoridades macedonias y a la propia crisis kosovar de 1998-1999. Por cierto que la versión de los hechos germinada en Skopje ha acariciado una formidable manipulación de lo ocurrido entre marzo y junio de 1999, cuando los refugiados albanokosovares se arracimaban en la frontera entre Kosovo y Macedonia: si esos refugiados fueron objeto de cálida acogida, ello fue así entre sus compatriotas albaneses y no del lado de unas autoridades macedonias que, entrampadas de resultas de su colaboración con la OTAN, engulleron a regañadientes una oleada humana que fue objeto, pese a todo, de numerosas vejaciones. Para refrescar la memoria, conviene agregar que desde entonces, y hasta hoy, la economía macedonia se ha visto claramente beneficiada por la apertura de un lucrativo mercado en el Kosovo del protectorado.
Pero hay que aceptar que los derechos de la minoría albanesa no han sido pisoteados en Macedonia con la misma insania con que lo fueron en Kosovo. Así lo testimonia, sin ir más lejos, el hecho de que, por turno, los principales partidos albaneses hayan aceptado sentarse en sucesivos gobiernos de coalición. Hay quien sostiene, bien es cierto, que la represión no cuajó en Macedonia por efecto de dos prosaicas circunstancias: si, por un lado, no había ninguna entidad político-administrativa que abolir -las regiones con mayoría de población albanesa carecían de cualquier condición autónoma-, por el otro las propias capacidades del ejército y de la policía macedonios eran sensiblemente menores que las que correspondían a esas dos instancias en Serbia.
El problema no ha estribado tanto en el ordenamiento legal e institucional -y ello aunque no falten las protestas al respecto- como en la realidad de una sociedad profundamente escindida en la que menudean marginaciones y discriminaciones. Las quejas esgrimidas por los portavoces de la comunidad albanesa han sido, en particular, muchas. Si unas veces han remitido a una unitarista Constitución, la de 1992, que negó a los albanomacedonios la condición de 'nación constituyente' y cercenó las posibilidades de una república de ciudadanos en provecho de un nacionalismo eslavo de vía estrecha, otras se han revelado a través de agrias disputas relativas a la configuración de la cámara municipal de Tétovo o a la creación en esta misma ciudad de una universidad albanesa. Si unas veces han subrayado las trabas que padece el albanés en el sistema educativo, en los medios de comunicación y en la toponimia, otras han apuntado a la dramática ausencia de albanomacedonios en la administración pública y en la dirección de las fuerzas armadas, o a proyectos de reordenación territorial encaminados a recortar la presencia política de las minorías. Han arreciado, en fin, las discusiones sobre el número de albaneses presentes en el país, con censos sometidos a boicot, acusaciones mutuas de adulteración de cifras y sugerencias de presunta asimilación, forzada, de musulmanes eslavófonos y turcos.
Entre los albaneses tampoco ha levantado entusiasmo la participación de sus fuerzas políticas en los gobiernos macedonios. Sami Ibrahimi, a la sazón dirigente del Partido de la Prosperidad Democrática, señaló en su momento que cambiaba las carteras ministeriales que le correspondían -siempre de relieve menor- por la dirección de media docena de fábricas de cierta importancia. Tras las palabras de Ibrahimi se escondía lo principal: el nivel de vida del grueso de la comunidad albanesa, sometida a una atávica marginación, es bastante inferior que el que muestra el grueso de la comunidad eslava, cuyos segmentos privilegiados controlaron en el pasado, sin disputa, el sector público de la economía y se han visto obscenamente beneficiados, ahora, por una inmoral privatización. Aunque pueda argüirse que, por efecto de razones culturales e intereses inconfesables, los albaneses se han automarginado de muchas redes económicas, semejante réplica apenas desdibuja las evidentes discriminaciones alentadas, o cuando menos preservadas, desde las instituciones políticas.
La identificación de un escenario como el descrito en modo alguno invita a rechazar lo que se antoja innegable: en los sucesos de las últimas semanas hay también, claro, una dimensión de crisis importada. El Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), preterido de resultas de la derrota de su frente político en las municipales del otoño, se halla en busca de nuevas misiones y parece decidido a precipitar un debate, el de la autodeterminación, que, antes o después, y sin necesidad de que medie su concurso, acabará por despuntar en el vecino septentrional. Sólo en virtud de un cuento de hadas se nos puede hacer creer, sin embargo, que los 'radicales' recién llegados de Kosovo son un cuerpo completamente extraño entre la población albanesa de una parte de Macedonia en la que -repitamos la versión difundida por las autoridades- no había problema alguno. Puestos, por lo demás, a procurar explicaciones inmediatas de hechos cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos, habría que sopesar también el ascendiente de la crisis política que atenaza al gobierno y a los partidos eslavomacedonios, desde tiempo atrás inmersos en una vorágine de corrupción y descalificaciones.
Aunque la guerrilla disfruta de un respaldo innegable en el occidente de Macedonia, y está poniendo en un brete a los partidos mayoritarios entre la comunidad albanesa, no es sencillo calibrar las propuestas que se barruntan en esta última. Si hay que guiarse por los análisis al uso, la opción mayoritaria se inclina por una Macedonia más democrática en la que ganen terreno fórmulas de autonomía y descentralización. A buen seguro que no faltan, sin embargo, quienes ven con buenos ojos una unificación con Kosovo, querencia un tanto nebulosa habida cuenta de las incertidumbres que pesan sobre este último y del riesgo, nada despreciable, de que Belgrado recupere capacidades en su provincia de otrora; aun así, es obligado recordar que quince años atrás no eran pocos los albaneses que, en las calles de Tétovo, reclamaban una séptima república yugoslava en la que se dieran cita Kosovo y el occidente macedonio. Sólo una exigua minoría de la población parece subyugada, en suma, por la Gran Albania; nadie habla en serio de ella ni en Kosovo ni en Macedonia, y eso que alguna de las empresas económicas que en esta última se barajan -la construcción de una ambiciosa vía de comunicación entre Durrës, en Albania, y Estambul- podría dar alas, no sin paradoja, a un proyecto llamado a horadar una frontera secular.
El pasado verano, en Macedonia, tuve ocasión de comprobar cómo la tensión étnica estaba a flor de piel. Lo aprecié en los labios de un pulido guardia de fronteras que, reacio a permitir la entrada, desde Bulgaria, de un puñado de niños albanokosovares, se permitió sugerir que lo mejor era que alcanzasen Pristina a través de Serbia... Volví a advertirlo en los comentarios que las gentes ilustradas de Skopje -orgullosas de su plena ignorancia de la lengua del vecino- gustan de hacer sobre los albaneses, esos sucios vendedores de helados. Aunque nadie en su sano juicio se atreverá a sostener que la comunidad albanesa está por completo libre de culpas, parece fuera de duda que una exhibición de fuerza por quienes son parte del problema, las autoridades macedonias, no es -pese a la palabrería de tantos de nuestros dirigentes- el mejor camino para hacer justicia y devolver a su lugar ánimos desbocados.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar La desintegración de Yugoslavia (Ed. Catarata).
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