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Columna
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Tierra baldía

Lo ha dicho el portavoz del Gobierno, Pío Cabanillas (sin perder su aspecto de pequeña esfinge de los setenta): la violencia etarra lo eclipsa todo. Y lo ha dicho José Luis Rodríguez Zapatero en Barcelona recién llegado del último funeral: la violencia etarra todo lo nubla, todo lo infecta. Rodríguez Zapatero dio una conferencia en Barcelona sobre su proyecto de patriotismo laico, integrador, dialogante, federalizante, que apela a la sociedad, que hace bandera de los valores cívicos; pero sus ojos estaban hipotecados por una tristeza que a muchos nos empieza a parecer irremediable. Suele decirse que los compañeros vascos de Cabanillas y Rodríguez Zapatero están siendo cazados como conejos. No es exacto: en el bosque, el conejo tiene la posibilidad de zigzaguear y perderse entre la maleza. Junto a la barra de un bar, mentras esperas a que el dueño se dé la vuelta para servirte un vino, no hay escapatoria. Ni siquiera existe la posibilidad de contemplar a la muerte cara a cara, para reconocerla y acto seguido, sintiendo el vértigo de su presencia, poder despedirse de la vida captándola completa en un solo instante como dicen que la han visto los que sobreviven a un accidente de circulación. Incluso a los condenados les dan un tiempo, unos días, para asimilar el fatídico final. Ausiàs Marc narra la truculenta historia de un condenado que consigue aceptar el hecho inevitable de su muerte hasta que, de repente, le dicen que le ha sido conmutada la sentencia y precisamente entonces lo ejecutan. Según aquel turbulento poeta medieval, no hay peor muerte que la del que es expoliado del derecho a la conciencia y al recuento final de lo vivido.

No sólo por su ideología, también por su técnica, por la manera de matar, la frialdad de los etarras produce un incurable pesimismo. ¿Hasta dónde llegarán? El precipicio parece no tener fondo. La escena del pleno del Ayuntamiento de Lasarte-Oria no puede ser más bella y deprimente a la vez. La cálida alcaldesa de Lasarte, la socialista Ana Urchueguía, se desgañita para evitar que la indignación de los suyos se desborde en odio mientras, con ademán impasible, los concejales batasunos capean la dolorosa impotencia de los amigos de las víctimas (hipotéticas víctimas, a su vez). Los fascistas españoles amaban esta expresión ('impasible el ademán') que resume un ideal presente en el corazón de todos los totalitarismos: ningún sentimiento debe interferir en el combate de los héroes que edifican una patria. Impasible el ademán. La frialdad de los verdugos produce escalofríos. Hemos sabido que el concejal asesinado, Froilán Elespe, era compañero de mili del más veterano de los concejales batasunos (en los años mozos de Froilán, las fratrías más sólidas se cimentaban, precisamente, entre los reclutas de un mismo pueblo, que empezaban emborrachándose juntos y terminaban soportando solidariamente las absurdas obligaciones del llamado servicio militar). No menos escalofríos produce descubrir que la joven concejal pro etarra de Lasarte se dedica profesionalmente al humor infantil. ¿Es posible imaginarla, al día siguiente del asesinato de un vecino, de un compañero de mesa, junto a los niños, mostrando la gorda nariz roja de payaso, soltando chistes y gestualizando para provocar las inocentes risas infantiles? Esta frialdad recuerda la de aquellos nazis que, después de gasear durante una ardua jornada a un montón de judíos, se disponían a pasar la velada saboreando el Concierto para oboe y orquesta K. 314 de W. A. Mozart.

Los vascos condenados por ETA, que son legión, saben que la muerte les acecha, pero desconocen si el siniestro turno les tocará, efectivamente, con su tiznada mano. En cierta manera, todos los que se oponen explícitamente al ideario independentista están ya muertos: han sido trasladados a una especie de tenebroso purgatorio. Día tras día, hora tras hora, se preguntan: '¿Será un pistolero este joven que viene hacia mí?', 'este ruido, ¿será una bomba o un problema del motor?'. En Cataluña quizá demasiado ingenuamente aplaudimos el diálogo obviando el insoportable purgatorio en el que malviven desde hace años tantos vascos. La vieja pietas latina, la comprensión del dolor cotidiano de los vascos no nacionalistas, es condición indispensable antes de apoyar la alternativa del diálogo. Explican los psicólogos que no hay frontera más importante que la que separa al enfermo grave del resto de la sociedad. Los hipocondríacos conocemos bien el desasosiego que emponzoña todos y cada uno de los actos del que ha traspasado la frontera (psíquica o real) de una enfermedad incurable. Dominado por el poder asfixiante de la fatalidad, el enfermo pierde por completo el deseo, el apetito, el delicioso sabor cotidiano de la trivialidad. Un tipo sin problemas de salud, aunque acumule desgracias laborales o familiares, circulando por la calle y ante una chica de piernas primaverales o ante el espectáculo de un árbol en flor vivirá unos instantes de encantamiento bobo y delicioso. Tal encantamiento le está prohibido al enfermo, es decir: al concejal de pueblo, obligado a refugiarse en un purgatorio del que sólo puede salir con las piernas por delante o callando, tras haber dimitido, de una vez por todas, aceptando las reglas del que ha decidido imponer su ley con las balas y las bombas.

Pronto llegará abril y para una infinidad de vascos los versos de T. S. Eliot volverán a tener sentido: 'Abril es el mes más cruel, criando / lilas de la tierra muerta, mezclando / memoria y deseo, removiendo / turbias raíces de la tierra muerta'. Yo quería escribir un artículo sobre la primavera. No hay manera. Como les sucede a Cabanillas y a Rodríguez Zapatero, como les sucede a tantas anónimas personas estos días, como les sucede a la joven novia y a los familiares del mosso Santos Santamaría, algo oscurece, infecta y eclipsa la luz de estos días, antaño espléndida. Eliot se refería a la crueldad de una primavera que alimentaba las nuevas flores con los cadáveres de la I Guerra Mundial. Otros muertos alimentarán el próximo abril: '¿Qué ramas crecen de esta pétrea basura?'.

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