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ISLA ABIERTA | gente
Columna
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En el nombre de Ignacio

Oigo a Josefina Aldecoa en la radio, entre Genma Nierga y Nativel Preciado, satisfecha de la suerte de haber compartido la vida con Ignacio Aldecoa, uno de los grandes hombres de la literatura de nuestro tiempo. Encima de la mesa tienen, por lo que oigo, Gran sol, esa inmensa novela, rescatada ahora por Alfaguara, que Pérez Minik me diera a leer un día lejano como quien entrega un tesoro. Josefina habla de la obra y del mar que contiene, amigo-enemigo, con una precisión que la emoción no perturba. Me llega su voz con tan buen ritmo, hermoso timbre, demorada, elegante, como si todo en ella creciera con la madurez y en lugar de languidecer alcanzara una sazón precisa. Ni un atisbo de petulancia, ni un amago de resquemor, ni una queja, quizá ni nostalgia: una plenitud de vida expresada en la gratitud. Gratitud a esa experiencia de vida con un hombre del que habla desde la pasión, pasión más de quien admira que de quien ama, sin renunciar al conocimiento que proporciona el amor cuando no es mero embeleso y se convierte en complicidad, en lealtad. Incluso con la distancia que imponen la muerte y el tiempo, pero con la fidelidad que ella ha elegido para que él sea memoria viva, compañía que permanece en la palabra, en la visión del mundo aprendida con él, contagiada. Más puritana ella, como buena castellana; más abierto Aldecoa, más aventurero; más influida al fin ella por él que él por ella, confiesa. No hay en Josefina un ápice de la que aprovecha el brillo del cónyuge, sino el entusiasmo de la que se esfuerza porque sobre la obra y el nombre de su marido no caiga el polvo del olvido. La voz de la deudora se impone a su propia voz de escritora, tan hecha y tan personal ya, como si su condición de testigo de la inteligencia y la lucidez creadoras de Aldecoa importaran más que nada. La Josefina Rodríguez que decidió un día llamarse Aldecoa, tomando el apellido de su marido como préstamo y empleándolo como homenaje, agradece el apellido como un privilegio y en el recuerdo se reconoce satisfecha. Siempre atenta a la voz de él, 'qué diría Ignacio de esto', creo que hasta se sentiría orgullosa si alguien le dijera que es la última obra bien hecha de Aldecoa. Pero sería injusto, porque la escritora, maestra, madre, abuela y hasta suegra singular que es, se ha trabajado con dureza su madurez llena de creatividad. Aldecoa, de vivir ahora, se sentiría orgulloso de esta escritora y de la cómplice de vida que hablaba el otro día en la SER. Y hubiera podido contarnos cuánto debió su vida y debe su obra a esta mujer que no puede jamás hablar de sí misma sin nombrar a los otros y, especialmente, a Ignacio.

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