Lúdica Hispania
¿Fueron los tiempos de la Hispania romana el periodo de máximo esplendor conocido por los pueblos de España? Es fácil, al evocarlos, que así parezca. Tan fácil como engañoso, a semejanza de esos recuerdos que, favorecidos en exceso por el filtro del tiempo, hacen de la infancia la época más feliz de la vida. ¿Qué sabemos de los hispanoromanos, de sus preocupaciones cotidianas? Lo seguro, eso sí, es que ni desde un punto de vista político ni desde el intelectual, se ha podido rebasar el grado de universalidad entonces alcanzado por tantos naturales de la Península. Emperadores como Trajano, Adriano y Marco Aurelio; escritores como Séneca y Lucano, Marcial y Juvenal, acaso Tácito.
Si hablo de Hispania no es para evitar hablar de España, palabra hoy políticamente incorrecta en diversos lugares del país. Tampoco pretendo ignorar realidades autonómicas ni rasgos diferenciales, desentendiéndome de tales diferencias. Al contrario: las diferencias se daban ya en la Hispania romana y, con todo y cambiar de contenido y hasta de intercambiar papeles, no han dejado de existir desde entonces. Lo que sí quisiera es destacar determinado número de rasgos en común que, por encima y por debajo de tales diferencias, no han dejado de caracterizar a los habitantes de la Península a través de los tiempos. Así, por ejemplo, una identificación casi tribal, de puro biológica, como la que suponen los marcadores de superficie de las células del torrente sanguíneo; un factor distintivo pero tan poco significativo como el de ser dolicocéfalo en lugar de braquicéfalo, sin las complicaciones adversas del famoso RH negativo. Un indicador proteínico que compartimos todos los habitantes de la Península sin excepción, vascos y andaluces, catalanes, gallegos y, por supuesto, portugueses, al igual que unos pocos franceses -los vascofranceses-, sicilianos, sardos y rifeños. Eso, por debajo de cualquier distingo, en el plano más básico. Y, por encima, una actitud ante la vida netamente cultural que distingue a los habitantes de la Península de los pueblos que nos rodean: la de saber vivir -en especial, saber comer- y la de apreciar ese saber por encima de todo, manteniéndose a respetuosa distancia de los asuntos de la cultura. En eso sí que también somos iguales catalanes y andaluces, gallegos y vascos. Nada hace tan cómplices a unos de otros como los vinos y los pescados, los fritos, los guisos, los asados, los quesos, los jamones. Una peculiaridad que, en el caso de los gallegos, resulta particularmente curiosa, ya que el saber vivir no es precisamente una característica de otros pueblos celtas.
Sin embargo, al margen de tales constantes, los habitantes de la Península no hemos sido siempre de un modo determinado. Los rasgos colectivos cambian igual que los individuales, igual que el propio organismo al renovarse cada equis años. La España del siglo XVIII, por ejemplo, tiene muy poco que ver con la del XVI, pese a que apenas cien años separen a una de la otra. Y no hablo ya de la perdida hegemonía política sino, sobre todo, de los hábitos sociales. En el siglo XVIII la corrida de toros desplaza al teatro como espectáculo de masas, una tendencia que no hará sino consolidarse a lo largo del XIX y primera mitad del XX, para empezar a decaer en la segunda. Goya nos dice que Carlos I fue aficionado a participar en tientas, juegos que posiblemente han existido siempre en la España ganadera. Pero como espectáculo no se impone hasta finales del XVIII. Lo que establece una relación entre ese auge y la decadencia española, que no me parece casual.
No es que piense ahora censurar las corridas de toros, aunque en la práctica sea eso justamente lo que esté haciendo. Pero no por el hecho de que se dé muerte al toro, ya que posiblemente llevan razón los aficionados cuando reivindican ese sacrificio -su muerte y, sobre todo, su vida previa- frente al reservado a todas esas terneras, cerdos, corderos y pollos, recluidos en la sórdida arquitectura de esas granjas tipo Auschwitz que salpican el paisaje: a lo que yo me refiero es al espectáculo en sí y, sobre todo, al efecto que ese espectáculo produce en el público, en ese aficionado como de plantilla que presencia la fiesta atornillado al puro y a la digestión pesada. O mejor, al culto que se rinde a la figura del torero, a su elevación a la categoría de modelo de conducta, conforme a una reacción instintiva que, proyectada sobre la vida pública, no podía haber tenido consecuencias más nefastas. No comparto con Michel Lieris la idea de que la obra literaria pueda ser entendida como una tauromaquia; tampoco creo que la tauromaquia tenga algo que ver con el arte, salvo que nos estemos refiriendo a la serie de grabados de Goya que lleva ese nombre, casi tan atractiva como la de Los Caprichos, Los Proverbios o Los Desastres de la guerra. Pero una cosa es la fiesta de los toros como tema artístico y otra muy distinta el influjo que, en forma de españolada, ejerce sobre los valores de la sociedad. Si Ortega se ocupó de los toros fue, sin duda, porque su propia figura no podía compararse, en lo que a proyección social se refiere, con la de algunos toreros de la época. Esto es: la valoración no tanto del genio cuanto de la figura; el culto al gesto, al ademán, antes que a la profundidad del pensamiento o a la expresión artística o literaria.
Una realidad que está en el origen de mitos como el de la 'furia española' o el de 'la sangre caliente de los españoles'. Y digo mito porque, así como en ocasiones el torero pierde el culo junto con la compostura al refugiarse en el burladero, la responsabilidad de hacer honor a esa 'furia' puede gravitar en exceso sobre las conciencias de un modo más general, para dar paso, en el momento decisivo, al desaliento, a la desmoralización, al desfonde, a la desbandada. El deporte español nos ofrece constantes ejemplos. Y, de creer a los sexólogos, también el varón español, alarmantemente proclive a rematar sus ardores con un ominoso gatillazo.
Hoy, a determinados dirigentes políticos españoles o extranjeros todavía se les agasaja con el grito de '¡torero, torero!', coreado multitudinariamente. Pero no hay que llamarse a engaño: hablar de toros, o mejor, de toreros, era un recurso corriente en la época de mi padre. Poquísimos de mis amigos han sido alguna vez aficionados; entre los de mis hijos, ninguno. Pero la huella de esa peculiar cultura taurina sigue presente en la medida en que el vacío ocasionado por su desaparición ha dejado a las jóvenes generaciones más inermes que en otros países ante los cambios culturales del presente. De ahí la facilidad con que han arraigado en España esos fines de semana anglosajones, regidos por el alcohol y las pastillas, sin equivalencia, por ejemplo, en Francia o Italia.
Los países cambian. El que más, en el último medio siglo, es sin duda Alemania: resurgió de los escombros convertida en un país completamente distinto al de antes de la guerra. Eso sí, escasamente creativo desde un punto de vista cultural. También Inglaterra ha cambiado mucho. Y España. Yo he conocido, por lo menos, tres de sus variantes. La España de la inmediata postguerra, de perfiles esquinados y fracturas balcánicas. La España del desarrollo económico y abdominal, tan escasamente interesada por los asuntos de la cultura; una España, sin embargo, en la que el rechazo a la atmósfera enrarecida del franquismo había de dar lugar a un llamativo florecimiento artístico y literario. Y la España de quienes ya ni saben lo que fue el franquismo. Unos nuevos españoles que han sido mimados con esmero y para quienes el vacío cultural al que antes me he referido ha venido a coincidir con la irrupción de los audiovisuales y de la informática. Coincidencia adversa, si se tiene presente que las facultades propias del ordenador son las que pierde con gran facilidad el que las utiliza: capacidad de organizar y de recordar, paciencia, discernimiento. Tanto más cuanto que a esos jóvenes se les ha querido ahorrar todo ejercicio que suponga un esfuerzo para el intelecto, la memoria y la imaginación creadora. A una expresión oral tradicionalmente defectuosa, fruto de la ineducación, hay que añadir ahora las limitaciones derivadas de una incoherente expresión escrita. Y ahí están esos nuevos españoles, sea cual fuere su lugar de origen: más altos y más fuertes, sí, pero también más estólidos.
Luis Goytisolo es escritor.
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