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Lo que queda de Barrera en Esquerra

La noticia me alcanzó hundido en los tapices de un taxi que a las 8.30 horas corría por la carretera de Ávila. En el tramo de Torredondo, cerca de la novísima prisión de Segovia, las ondas de la radio comunicaban urbi et orbi las declaraciones de Barrera a propósito de inmigrantes, lenguas, naciones y desapariciones. Debo confesar que sonreí para mis adentros, sentí el confort de quien lejos del hogar descubre algo reconocible que le devuelve al paisaje propio. Bien, me dije. Al fin y al cabo, todo sigue igual en casa.

La sorpresa vino cuando amigos distintos empezaron a taladrarme a preguntas, en mi condición de catalán (extranjero, diría Álvarez del Manzano) por el asunto de Barrera. Bueno, les digo, no hay motivo para tanta sorpresa, de veras, Barrera siempre ha sido igual. En los días siguientes vi que era uno de los asuntos estrella en los medios de comunicación -en Castilla al menos- y en declaraciones políticas cargadas de una pasión igualitaria y antixenófoba tan encomiable que me trasladaba en la memoria a los tiempos de las colectas del Domund, aquella fiesta nacional-vaticanista con huchas y banderines.

Vamos a ver, en primer lugar, ¿de qué se extrañan? Barrera siempre fue igual, siempre pensó lo mismo y siempre lo dijo. Por ejemplo, en 1977 y en los años siguientes se hartó de repetir que para ser catalán no era suficiente con vivir y trabajar en Cataluña, enmendando la famosa frase del presidente Macià. Vivir y trabajar en un lugar, como clave de ciudadanía nacional, no era algo tan sólo de Macià, por supuesto, sino uno de los elementos más sólidos de la izquierda civil de este país, ya en los años treinta, pero especialmente en los 40 años de dictadura franquista. En efecto, es muy importante saber que sólo esa izquierda civil -de ahí surgió Francisco Candel- defendió aquella antigua y sólida convicción, y no sólo evitó una desaparición, sino que alcanzó la transición presentando un país que unánimemente reclamaba los derechos de su identidad propia, el derecho a su diferencia, una izquierda a la que Barrera jamás perteneció. Su apariencia izquierdista durante la transición procedía más bien del lenguaje populista y la estética anticomunista que le hacía más radical que el que más -como sucedió con Le Pen o Haider, por cierto-, el más antisistema de todos los posibles. Durante el franquismo, se tomó 40 años de vacaciones, admitámoslo, no es nada malo eso; pero debe admitirse aunque sólo sea por respeto a los que sí hicieron oposición activa al general Franco, a sus falanges, sus tricornios y sus sotanas. Lo cuento porque así se comprende mejor la coherencia de sus declaraciones y la sorprendente rasgadura de camisa de nuestros dirigentes políticos. De qué se extrañan, si Barrera siempre ha dicho que la guerra civil le vino a Cataluña encima sin tomar arte ni parte, que se vio arrastrada a ella. Siempre dijo eso, y nunca nadie puso el grito en el cielo. De qué se extrañan, si hace tan sólo unos meses, en un documental producido por nuestra televisión, Barrera decía que cuando Companys, en sus últimos días de exilio, dijo que Cataluña sólo tenía a los catalanes para defenderla, él entendió que no debía participar en la resistencia antifascista durante la contienda mundial. (Aunque sí colaboró en las emisiones de radio Liberty durante los primeros años de 'guerra fría', con los gringos decididos a civilizar Europa).

Sin embargo, muchos otros catalanes entendieron precisamente que debían enrolarse donde fuera y como fuera contra los ejércitos del Eje, para proseguir hacia Cataluña y España cuando triunfasen los aliados, y aunque la geopolítica impuso otra realidad, aquella gente que combatió contra los nazis independientemente del país en el que se hallaran, están en la base de la construcción moral de la izquierda a la que Barrera nunca perteneció. Bien, ¿de qué se sorprenden hoy?

Por otra parte, la necedad de las afirmaciones últimas de Barrera ha dado pie a la aparición de un alarde político antixenófobo que no concuerda con la realidad pura y dura. Es decir, escuchar al portavoz del Gobierno que con su tristeza y aspecto de parte habitual, nos dice que rechaza, condena o lo que sea las obsesiones identitarias de tal y cual, y nos machaca con un discursillo sobre la igualdad y la inmigración, precisamente él, representante de un Gobierno que no ha hecho absolutamente nada para que no se repitan los sucesos de El Ejido, gobernado por su partida, y ha impuesto una ley de extranjería que es una chapuza; tener que oír eso, es como para morder a algo o a alguien. Y lo mismo con otros, como Bono, por ejemplo, el presidente de Castilla-La Mancha, que se suelta reclamando leyes antinazis como en Alemania, pero que eludió pedirlas para el diputado socialista andaluz a quien el subconsciente le jugó una mala pasada y reclamó el retorno de los moros a Marruecos, o de aquel alcalde socialista -¿se acuerdan?- que en Castilla-La Mancha, precisamente, encabezó alguna que otra batida contra gitanos.

El asunto de Barrera está sirviendo para rejonear, no a él, sino a los problemas ciertos del catalanismo. Pero eso sucede cada tanto tiempo, tampoco es nuevo. Lo preocupante es otra cosa: qué queda de Barrera en la cultura política de Esquerra Republicana de Catalunya. Quizá esto nos lo dirá el presente congreso.

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Poco importa si le sancionan o no, ellos sabrán qué deben hacer, nadie debería inmiscuirse, desde fuera, en esa cuestión. Pero con sanción o sin ella, se trata de saber si el presidente del partido es reflejo o no de éste, y eso lo dirá el tiempo; al fin y al cabo, la Esquerra de hoy es un partido fundado por Barrera, no por Macià, con actitudes políticas accidentalistas y unos desajustes entre el verbo y el andar históricamente notables. En poco tiempo veremos qué queda de Barrera en Esquerra.

Ricard Vinyes es historiador.

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