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Columna
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El trastero

En los años ochenta florecieron los yuppies. Querían ser modernos, pero con gusto, distinguiéndose de los freaks de la movida. Modernos y selectos: despreciaban las barriadas periféricas, eran urbanos, habían militado en partidos de izquierda, incluso de los que superaban al Partido Comunista por la izquierda, pero habían cambiado. Por despreciar, despreciaban a los sindicalistas: trabajar y ser de Comisiones Obreras era como lo más cutre; no entender de vinos era lo peor; no estar al día en restaurantes exóticos era delictivo; no haber estado en Nueva York era ser un cero a la izquierda; no tener dinero para hacerse un loft en una casa rehabilitada era no estar en la onda; no tirar tabiques era desfasado; no amar los espacios diáfanos, decimonónico; no llevar una americana desestructurada era paleto; la arruga era bella; entre la heroína y la coca, por Dios, la coca, y los yonquis eran deshecho, pero llevar tu botecito de polvillo blanco era elegante. Aumentaron considerablemente las comidas de trabajo, aunque también se puso de moda eso de subirte el sandwich al trabajo, y, si te lo envolvían en una bolsa de papel, mejor, porque así todo tenía un aire americano, y comiéndote ese sandwich veías, veía yo, desde el piso veinticinco de la Torre Picasso, desde una ventana que era un cristal que te llegaba hasta los pies y te daba un subidón de vértigo, veías, como si se tratara de personajes de un cuadro de Genovés, a otros tantos ejecutivos que cruzaban la plaza dura que habían diseñado alrededor de la torre.

Si eras un yuppy debías defender aquello que diseñaban los arquitectos, aunque fueran espacios que ahuyentaran a los paseantes, plazas en las que uno no aguantaba el sol en verano y no aguantaba la intemperie en el crudo invierno. Tenías que entender que la arboleda de un parque moderno no eran los árboles, sino las farolas que había diseñado un creativo al que había que admirar tanto como al arquitecto, porque si no lo admirabas eras un reaccionario. A nivel estético, claro, porque lo del reaccionarismo a nivel político es algo que estaba completamente superado. Debías amar y defender las plazas duras. Pero pasó el tiempo y la prepotencia de esos nuevos ricos que eran los yuppies se fue desinflando, de la misma forma que las plazas duras fueron envejeciendo hasta parecer solares abandonados. Uno esperaba que después de aquella fiebre estúpida de los diseñadores -sin olvidar la importancia de ese oficio que ha servido para relacionar con humanidad y belleza la vida del hombre con todos los objetos que a diario utiliza- viniera un periodo de reflexión y que, al margen del grupo político que gobernara una ciudad, se meditara sobre cómo hacer el espacio exterior de las ciudades más agradable para sus habitantes. Ya sé que la palabra 'agradable' no es un término que sea del gusto de algunos arquitectos, pero a muchos ciudadanos lo agradable nos hace la vida más llevadera.

Bueno, pues, tras el boom de aquella falsa exquisitez que fue el yuppismo, al menos en Madrid, parecemos ser víctimas del boom de lo hortera, del despropósito. Ya sé que se ha escrito mucho sobre el chirimbolo, sobre todo ese mobiliario urbano (¿quién se lo inventa?, ¿lo diseña el propio alcalde?) que hace imposible que uno ande en línea recta, sin tropezar continuamente con un pivote, un macetero desproporcionado, un expositor de publicidad... Pero es que todavía no me he recuperado de la sensación que tuve ayer mismo cuando pasé por la Puerta del Sol. Paso casi todos los días, imagino que pensando en mis cosas, porque de pronto ayer, me fijo y veo: la fuente que rodearon con pinchos para que no se sentara allí nadie que pudiera afear el entorno, y ahora unos macetones enormes puestos por cualquier lado, como si hubieran llegado allí los operarios del camión de mudanzas y los hubieran dejado caer. La gente iba haciendo eses para esquivar tantos obstáculos. Uno pensaba que se había perdido el arte de construir plazas, pero la cosa no se ha quedado ahí, ahora consiguen destrozar las que ya había hechas. Esa placilla del pueblo que es la Puerta del Sol parecía ayer el trastero de la ciudad, el lugar donde se acumulan los muebles viejos.

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