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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Depresión

Imaginad que este artículo tuviera un sponsor. Ésta sería la situación: yo me pongo a escribir porque alguien, que me paga una buena cantidad, pretende que les venda a ustedes, por ejemplo, un teléfono móvil. O, ¿por qué no?, el sponsor quiere que promocione a un partido político, o que lance al estrellato a un cantante. En consecuencia, cuando el lector acabara estas líneas, lo que debería quedarle claro es que el móvil es imprescindible para su felicidad, que el partido político en cuestión va a solucionar todos sus problemas y que no hay que perderse el último disco del cantante. Y lo ideal sería que, inmediatamente, el que leyera esto saliera corriendo a materializar sus deseos.

Tal vez ése fuera el camino más directo al mundo feliz que, se supone, necesitamos con urgencia. Lamento, pues, que éste no sea el caso. Lamento no tener sponsor -es tan fácil escribir por encargo- y lamento aún más no poder lograr que ustedes sean felices con un móvil, un partido político o una musiquilla, para así olvidar todos esos desastres cotidianos de los que tanto hablamos los periodistas. Si no es así, felicidades de verdad por ser el prototipo de ciudadano ideal.

Pensaba en esta imposible situación de felicidad esponsorizada a través de un artículo tras leer que dos televisiones privadas de nuestro país emitieron 705 horas de publicidad al mes como promedio el año pasado. Un total de 705 horas dedicadas a prometer felicidad, que ésta es la alta misión de la publicidad en un mundo lleno de dramas. Claro que todo es relativo: eso supuso un 20% de su programación, sólo un 20% de felicidad al mes, pues. Pero menos da una piedra.

He llegado a la convicción de que ésta es la razón por la que nos engancha tanto la tele tras muchos años de sufrir viendo telediarios llenos de guerras, niños muertos de hambre, políticos corruptos, terremotos, inundaciones, accidentes aéreos, crímenes inexplicables y, en fin, todo ese muestrario de maldades humanas que suelen ser las noticias. Lo de las vacas locas y los cerdos febriles ha sido solamente la puntilla en el catálogo de desgracias no sólo posibles, sino previsibles. Y hace dos días llegó la inevitable confirmación: tres millones de españoles, un porcentaje tremendo, sufre depresión, según datos de la Organización Mundial de la Salud.

¿Qué menos que un humor deprimido puede tener quien traga, día tras día, tan malas noticias sobre el mundo? Que eso suceda en un lugar privilegiado del planeta -España puede ir regular, desde luego, pero peor va Mozambique- es como para ponerse a pensar, ya que, según la misma fuente y como era de esperar, hay mucha más depresión donde hay más miseria y, con toda seguridad, menos publicidad. En el mundo 700 millones de personas están habitualmente deprimidas, nada menos. Faltaba, pues, esa confirmación: las malas noticias engendran, a su vez, malas noticias sobre gente que se siente desgraciada; las víctimas se perpetúan sin remedio. Menos mal que tenemos ese 20% de anuncios. Una verdadera terapia a domicilio.

Como periodista, me preocupa la posibilidad -no confirmada, pero ¿qué hay en el mundo más globalizado ahora mismo que las malas noticias?- de que al ver cómo es el mundo en el que vivimos nos pongamos enfermos, que eso es una depresión. En contrapartida, si la publicidad fuera el bálsamo necesario para sobrellevar la dura realidad de la vida, su excelsa misión justificaría cualquier exceso en el consumo. La verdad es que sólo así cabe explicarse, por poner un caso, el éxito del teléfono móvil, que, por otro lado, permite constatar que el interlocutor está sano y salvo. La sociedad del riesgo de la que habla Ulrick Beck, ese alemán que, según Enrique Gil Calvo, sólo ve catástrofes donde no las hay, también es que un teléfono móvil consiga darnos la felicidad o, al menos, sacarnos de la depresión. O quizá la mayor catástrofe es esa ducha escocesa constante de pésimas noticias acompañadas de maravillosas píldoras publicitarias: unas y otras se necesitan mutuamente. Y así nos va a los que no tenemos sponsor.

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