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Columna
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Wilde, en Madrid

Las cosas nunca son nuevas, sólo son diferentes. Por eso, en algunas ocasiones no hay nada como mirar atrás para saber qué pasa, nada como detenerse un momento, darse la vuelta y echarle un vistazo al pasado, buscar imágenes o palabras de hace cien o doscientos años que ya fuesen una respuesta a lo que ocurre ahora. Un ejemplo: ayer, a eso de las once, yo estaba en mi casa, con una taza de café en la mano derecha y el periódico en la izquierda, leyendo una noticia según la cual el PSOE acusaba al PP de haber dejado de invertir más de cien mil millones de pesetas en la Comunidad de Madrid. Por supuesto, es terrible que se deje dinero sin usar -pensé-; es vergonzoso que se dilapiden o se guarden, quién sabe para quién o con qué propósito, unas sumas con las que se podrían construir hospitales, guarderías, polideportivos, bibliotecas...

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Entonces me detuve en seco. ¿De qué estás hablando? ¿Hospitales y guarderías? ¿Bibliotecas? No seas estúpido, tú sabes tan bien como yo -me dije- que lo único que puede esperarse de ese dinero es o una carretera, o un túnel, o una escultura de Santiago de Santiago, una en la que se represente, por ejemplo, a Alfonso de Borbón cabalgando hacia Juan III sobre un caballo encabritado, con una espada en la cintura y vestido de Alfonso XIV; o quizás un retablo en el que se viera a los personajes de una verbena marcándose un chotis infinito y comiendo churros de plomo, dicho sea sin ninguna mala o doble intención, lo de churros de plomo. Pero no, ni eso, seguro que en cuanto saliese de la cámara acorazada del banco, el dinero sin invertir se haría túnel, bloque de oficinas o tramo de M-60 en menos que canta un gallo. Mejor que se quede donde está, en una caja fuerte.

Entonces, justo cuando estaba pansando en eso, llamaron a la puerta y un mensajero me entregó el último libro de Luis Antonio de Villena. Wilde total, leí en la portada, escrito en grandes letras azules sobre una fotografía coloreada del autor de El retrato de Dorian Gray. Al abrirlo al azar, con uno de esos gestos impulsivos y supersticiosos de quien aún confía, de vez en cuando, en darse de bruces con una revelación extraordinaria o un rasgo de belleza sublime, apareció, hacia el final del volumen, un aforismo del escritor inglés que decía: 'La industria es la raíz de toda fealdad'. Y nada más verlo supe que esa frase explicaba todo el problema, que por eso era por lo que me alegraba de que el Gobierno de Madrid no se gastase el dinero del que hablaban los diarios.

Wilde tiene razón, me dije. La culpa de todo la tiene la industria, que es una palabra aproximada pero certera para ponerle nombre a esa grandilocuente obsesión por la utilidad y el futuro que guía a quienes lo destruyen y lo degradan todo desde su sillón de alcalde o de concejal. La industria es la raíz de toda fealdad, y por eso cada día se transforma un edificio maravilloso -como la pagoda de Miguel Fisac- en un bloque de cemento útil y horrible; se tira una colonia de delicadas casas y se levanta sobre sus ruinas un hipermercado útil y horrible, o una comunidad de vecinos igual de útil y de horrible; se talan cientos de árboles para poner terrazas de verano, con sus sillas de metal, sus quioscos de colores y sus aparcacoches neuróticos; o se expropia e invade una fila de jardines para añadir un carril más a una autopista. Oscar Wilde, el hombre que 'confundió cuerpos y estatuas', como lo describe Luis Antonio de Villena en su libro, se guiaba por otro impulso, por una obsesión opuesta: aspiraba a la Estética, a esa conjunción de elementos que al sumarse convierten lo normal en extraordinario, lo neutro en maravilloso.

Eso es lo que pasó. Me quedé con el periódico en una mano y con el libro de Luis Antonio en la otra, mirándolos alternativamente. Ojalá le dieran los cien mil millones a un Wilde, pensé, a alguien a quien la belleza no le pareciese inútil, poco práctica y, en consecuencia, prescindible. ¿Eres tonto, o qué?, me dije en ese punto, interrumpiéndome de nuevo. La gente como Wilde nunca llega a alcalde ni a presidente de nada. Los que llegan son los otros, los que confunden hombres con banquetas y estatuas con pedruscos. Iba a replicarle, pero me acordé de que a él lo llevaron a la cárcel, lo humillaron y destruyeron hasta reducirlo a nada, y luego, sobre sus ruinas, construyeron a Barbara Cartland. Mejor me callo, pensé, y me puse a rezar para que no tocasen el dinero.

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