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Columna
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Los guardianes de la ciudad

Una de las consecuencias más plausibles de la democracia ha sido el afloramiento del interés vecinal por el urbanismo, entendido como el desarrollo y conformación de la ciudad en la que nos arraigamos. Un interés en modo alguno teórico, sino vital, que en ocasiones coincide con el de la Administración, sea municipal o de otro rango, y que más a menudo se expresa mediante la crítica e incluso la beligerancia pacífica contra los proyectos que se proponen o imponen aun cuando no nos afecten al patrimonio personal o entorno más próximo.

Se trata de una dimensión noble del civismo que las autoridades, o muchas de ellas al menos, no han asimilado todavía, condicionadas quizá por ciertas propensiones o atavismos autocráticos. Peor para ellas, pues sin 23-F de por medio ya es irreversible este proceso participativo y fiscalizador perfectamente compatible con la gestión de los partidos políticos y sus representantes en las corporaciones e instituciones.

El lector tiene a su alcance numerosos episodios ilustrativos de este renacimiento cívico, pero en estos momentos, por su actualidad, merece la pena subrayar la destemplada actitud del alcalde de Alicante, Luis Díaz Alperi, a propósito del Palacio de Congresos que pretende obstinadamente emplazar en una ladera del Benacantil. No se cuestiona aquí la idoneidad de tal ubicación -que no suscribimos, todo sea dicho-, sino la grosería, con visos de desacato, con la que el munícipe ha respondido a la suspensión de las obras, iniciadas o no, instada por un alicantino que coincide con miles y resuelta por el TSJ. Al edil se le ha visto la vena autoritaria y, lo que es igualmente penoso, ha desdeñado estultamente la actitud y la razón en la medida que la tenga del frente vecinal.

Otro caso: el Balcón al Mar de Valencia, esa propuesta urbanística en la que probablemente y de modo genérico coincide todo el censo del cap i casal. De nuevo nos encontramos con un ordeno y mando, esta vez a cargo del concejal delegado de Urbanismo, el piísimo Miguel Domínguez, armado en este trance de una prodigiosa infalibilidad. A su juicio, la iniciativa no admite objeciones y es tan perfecta como la madre que la parió. Sin embargo, la pretendida bondad es puesta en solfa por una treintena de arquitectos cualificados cuyos argumentos se desechan por entender que opinan desde presuntas lealtades partidarias. Una falsedad ofensiva a todas luces. Sus alegaciones, como las del PSPV y las asociaciones de vecinos, están fundamentadas e inciden en la desarticulación del proyecto con su marco urbano, los accesos, los transportes y, en suma, la falta de una idea medular que impida convertir la dársena en un 'amasijo de ocurrencias' o un 'cajón de sastre'.

A lo mejor, con un ejercicio de humildad y una leve práctica democrática, Rita Barberá y su cohorte áulica -con el alcalde alicantino en lo que le concierne-, podrían aprovechar estas contribuciones y traducir en sinergias lo que ahora reputan malicias o torpedos de 'los guardianes de la ciudad'. Los citados y cuantos con ellos se identifican hablan con el interés más desinteresado, por compromiso y amor a una ciudad demasiado injuriada por las improvisaciones y las miopías. Son los guardianes y vamos a más.

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