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Columna
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Perversión virtual

Pablo Salvador Coderch

Voces en un clamor: ¿Pornografía infantil?, ¡ni pintada! Así, habría que perseguir sin tregua al pederasta virtual, a quien imagina y pinta abusos de menores, además de a quien los capta o graba en la realidad, es decir, a niños y adolescentes de carne y hueso. El crimen anidaría tal vez en la mente que mueve la mano, no en el abuso de un modelo real. Mas algún tipo de frontera debería establecerse entre la perversión real y la simplemente virtual cuando las imágenes en cuestión no son objeto de exhibición ni de tráfico alguno que afecte a menores de edad. Como suele suceder en nuestra cultura, el caso legal ya se ha planteado en Estados Unidos (Free speech contra Reno, http://laws.lp.findlaw.com/getcase/9th/case/9716536&exact=1), un pleito de resolución pendiente ante el Tribunal Supremo federal de aquel país. Los norteamericanos llevan décadas endureciendo su legislación sobre abusos sexuales a menores, pero muy pronto sus jueces deberán decidir si la última vuelta de tuerca del legislador ha sido o no excesiva: una ley federal de 1996 tipificó como delito la generación de imágenes pornográficas ficticias de personas que parezcan menores de edad o 'causen la impresión de serlo'.

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En América, la historia de la cacería legal de explotadores y pornógrafos de niños es tortuosa, y la tendencia clara es el endurecimiento de la regulación represora: hace 20 años se sancionaba la utilización comercial de menores para la obtención de imágenes pornográficas; pronto se prescindió del requisito del ánimo de ganancia económica; luego se amplió el concepto de pornografía para incluir las imágenes lascivas; más tarde se empezó a castigar la tenencia y contemplación de imágenes, no sólo su producción y tráfico; finalmente, la ley de 1996 resolvió perseguir criminalmente todo lo anterior, aunque las imágenes fueran ficticias, es decir, aunque ningún menor hubiera sido utilizado para su confección. Entonces, una coalición perfectamente esperable de pornógrafos comerciales y artistas dudosos se encaró con la ley alegando que violaba la cláusula constitucional sobre libertad de expresión, uno de los tótems más venerados por la sociedad norteamericana. En España, hay que aclarar, la última reforma al respecto del Código Penal -una ley de 1999- castiga la posesión de material pornográfico en cuya elaboración hayan sido utilizados menores, pero todavía no se persigue la creación o posesión de imágenes ficticias. Todo se andará.

Mas, como he dicho, el caso pende ante el Tribunal Supremo norteamericano y, al menos de momento, los adversarios de la ley llevan las de ganar. Aducen que no se puede condenar a quien no se sirve materialmente de menores reales y que ningún estudio empírico serio ha demostrado relación causal alguna entre creación y tenencia de dibujos pintados a lápiz o por ordenador y posteriores abusos reales de menores. Añaden que incriminar la producción o tenencia de imágenes por la 'impresión' que causan, por lo que 'parecen' y no por lo que realmente son disuelve el mandato legal en pura vaguedad y permite interpretar las cosas tal como lo hace la mente retorcida del censor: ¿son lascivas las nínfulas pintadas en los cuadros del celebrado Balthus?, ¿lo es la Lolita de Nabokov-Kubrick?, ¿qué edad tenía Fritz the Cat?

Por su parte, los defensores de la ley aducen que el problema reside en el efecto de retroalimentación perversa que la imagen producirá en su creador, así como en los terceros que la contemplen.

Siendo nefanda, nada importa que sea ficticia: si desde siempre los legisladores han castigado la creación de símbolos abominados, ¿por qué no habrían de hacerlo con la de imágenes ficticias de pornografía infantil?

La pelota está en el tejado de los jueces de Washington y es de esperar una solución que, para quienes se quiere proteger -niños y adolescentes-, establezca que es igual que las imágenes sean reales o ficticias: los niños deben tener derecho a quedar al reparo de la realidad virtual, y quizá ellos más que nadie, pues la infancia es el reino de la imaginación. Pero fuera de eso, quizá habría que pensárselo dos veces antes de proponer encerrar a quienes se limitan a trasladar al papel imágenes que sólo provienen de su mente extraviada. El derecho es una cuestión de límites: deja de existir si desaparecen.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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