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Columna
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'Tombolazo'

Ha sido un acontecimiento la supresión de ese programa en la televisión autonómica madrileña, y será comentario obligado durante una temporada, donde resulta muy difícil tomar partido a favor. En mayor o menor medida era visto por todo el mundo, y lo echaremos de menos, como el operado del estómago las judías con chorizo, el antiguo fumador la tos, o el mirón a la vecina que toma el sol en la terraza de al lado. Aunque no la única, se recordará como la abigarrada tertulia donde todos hablaban al mismo tiempo y nadie parecía interesado por las opiniones ajenas. El meollo del asunto consistió en que un ser humano, de cualquiera de los sexos y de fugaz notoriedad, mediante una suma de dinero a convenir, se dejaba injuriar y humillar a lo largo de un par de horas.

La supervivencia de tal espacio se fundamentaba en que la indudable audiencia generaba ingresos millonarios en la cadena emisora, flojo argumento junto al cuantioso déficit que padece y que se enjuga con fondos públicos. Ni éste es el sitio ni se me ocurriría argumentar razones éticas o morales, que tan descabaladas andan de por sí. Quizá de la reciente escabechina se deduzca cierta ejemplaridad, avive el seso entre los competidores y llegue a considerarse que no todo es válido en nombre del omnipotente share, que es lo que parece condicionar a la publicidad.

Creo que fue una marca de sardinas enlatadas la única excepción en la disputa por figurar en el espacio de esos anuncios.

El ser humano es curioso por naturaleza y tiende irremisiblemente hacia el fruto prohibido, distante o ajeno. El televisor, en determinados momentos -más de los deseables-, se convertía en un circo donde unas fieras, aparentemente concertadas, despedazaban a unos inermes cristianos, aunque tras la función se fueran todos a tomar unas copas juntos. Se valoraba el espectáculo de la voluntaria degradación y casi derribo, pero no llegaba la sangre al plató, pues la operación estaba desarrollada milimétricamente, hasta la misma raya fronteriza imaginable. No es difícil deslizarse hacia el símil taurino, pero la comparación es engañosa y poco digna. El toro nunca tutea al torero, aunque tiene la oportunidad de arrearle una mortal cornada. En este otro coso hay que rechazar la semejanza, porque las supuestas víctimas son intercambiables y repetidas; el toro de lidia, como antiguamente el honor y los palillos de dientes, sólo sirven para una vez. Esto era un linchamiento de mentirijillas, que cautivaba la atención del público, como en el viejo Oeste americano.

Si en plena calle una ráfaga de aire alza las sayas (también se llamaban faldas) a una señora mayor, o un descuido desploma los pantalones de un hombre gordo, nadie desviará la vista, como es díficil contener la risa cuando un prójimo pisa la pastilla de jabón y se rompe los lomos. Son hechos objetivos, aunque la gente normal no los provoque sembrando cáscaras de plátano al paso de un miope. Tómbola era el previsto batacazo de la reputación sobornada, el envilecimiento tarifado, sólo interrumpido por las pausas de publicidad comercial.

Sospecho que la fórmula entraba en su acabamiento y reiteración y los personajes del pim-pam-pum iban camino de exigir firmeza laboral en sus relaciones con la empresa. Creo acertada la decisión de proscribirlo y que quienes de ello hayan sacado provecho empleen los talentos en otros menesteres. Huelgan las invocaciones a la cesantía de los intérpretes o al lucro cesante de la empresa que ha tomado la sorprendente decisión. Parece asunto felizmente concluido.

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Pero no todo acaba ahí: nos encontramos en vísperas de una inundación de libros oportunistas, como Mi vida fue una tómbola, La tómbola de mi vida, La vidola de mí tómida, Cómo se destruye una fama inexistente, Me engañaron veinte veces, Lo que no dije en 'Tómbola' o Lo que no pregunté en 'Tombola'. Es la temible diarrea de best-sellers, inevitable secuela que supongo tiene ocupados a los cazadores de talentos editoriales.

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