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Crónica:'PARSIFAL' | ÓPERA
Crónica
Texto informativo con interpretación

De búsquedas y encantamientos

En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot afirma que 'el Graal significa simultáneamente un vaso (grasale) y un libro (gradale). En cuanto a su búsqueda, concierne, en términos generales, a la busca del tesoro perdido. El Graal es, sobre todo, un símbolo del centro (motor inmóvil, de Aristóteles; medio invariable, de la tradición extremooriental'. El Graal, el Santo Grial, y su tratamiento wagneriano: delicada cuestión. Por los simbolismos acumulados, por la trascendencia espiritual, por la puerta abierta a las ideologías. El director de escena Klaus Michael Grüber prescinde de retóricas y se acerca a Parsifal desde la sencillez. No hay interpretaciones filosóficas, políticas o psicoanalíticas. El respeto a las raíces literarias de la leyenda es meticuloso. Las armaduras y su asociación medieval, los bosques de árboles que se desplazan como en Macbeth, la última cena a lo Leonardo con una evocadora luz lateral que subraya los rostros y sus sombras, el jardín mágico invadido de colores vivos e ingenuos a lo Klee o a lo Miró. El sentido plástico de un pintor como Gilles Aillaud es determinante en el equilibrio entre tradición y persistencia actual. Grüber lo sabe y a partir de ahí refuerza el carácter teatral de los personajes, su factor humano: el lado shakesperiano de Amfortas, la importancia para sostener el peso narrativo de Gurnemanz. La extraordinaria iluminación enfatiza los valores expresivos. En la búsqueda del Absoluto wagneriano, el misticismo es únicamente un aspecto.

Parsifal

Festival escénico sacro en tres actos de Richard Wagner. Director musical: García Navarro. Director de escena: Klaus Michael Grüber. Escenógrafo: Gilles Aillaud. Figurinista: Moidele Bickel. Iluminación: Vera y Konrad Linderberg. Con Franz Grundheber (Amfortas), Artur Korn (Titurel), Matti Salminen (Gurnemanz), Plácido Domingo (Parsifal), Hartmut Welker (Klingsor), Agnes Baltsa (Kundry). Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Coproducción con el Covent Garden, basada en el montaje original de la Nederlandse Opera de Amsterdam. Teatro Real, Madrid, 3 de marzo.

También el Real buscó, a su manera, su Absoluto en esta cita cargada de heridas conflictivas y memoria del deseo (con Parsifal pensaba Lissner inaugurar el teatro, qué atrevimiento; realizado como ahora, qué lucidez). Esta vez el Real puso la lanza milagrosa donde debía y ofreció un espectáculo a la altura de las circunstancias: maduro, compacto, hermoso, sugerente, bello.

Matti Salminen, triunfador absoluto de la noche en términos individuales, desplegó de principio a fin una lección de canto magistral como Gurnemanz. Su fraseo, su intensidad fueron estremecedores. Plácido Domingo volvió a exhibir nobleza, elegancia y sentido melódico instintivo, con la frescura de un registro central de privilegio. Franz Grundheber sacó a la luz la componente trágica del personaje de Amfortas a base de una línea de canto matizada y teatral. Con recursos más limitados se desenvolvió Agnes Baltsa como Kundry. Hierática, distante y a veces no del todo segura en la definición de la emisión, Baltsa dejó, no obstante, algunas frases muy incisivas que dejan constancia de su clase. El segundo acto supuso, en cualquier caso, un descenso en la temperatura vocal y en el clima unitario de la representación, a pesar de la mantenida tensión orquestal desde el foso.

La Sinfónica de Madrid, y su director, García Navarro, obtuvieron, al fin, ese éxito redondo que por unas u otras razones se les resistía. La lectura del maestro valenciano fue líricamente encendida, poderosa, contrastada, brillante y esencialmente dramática. Frente al carácter ceremonioso u oficiante con que muchas veces se aborda esta obra, con unas líneas de continuidad en el fraseo que llevan a una especie de suspensión, García Navarro optó por una versión de fuego atendiendo a criterios preferentemente teatrales, con una dinámica extensa y unos subrayados de percusión que rozaban la agresividad. La orquesta respondió a este planteamiento conceptual -todo lo discutible que se quiera, pero enormemente directo y efectivo- con una pulcritud admirable. Asimismo, el coro dio un salto cualitativo hacia delante, para que la fiesta sacra no se enturbiase. Las sonoridades, a lo Bayreuth, del final del primer acto contribuyeron lo suyo al clima de encantamiento espacial.

El clima de encantamiento fue, en efecto, el recurso del Real ante su apuesta más complicada. Raro teatro, capaz de estrellarse en lo aparentemente más sencillo y salir airoso en lo aparentemente más complicado. Y ante el encantamiento sucumbió totalmente el público del estreno, que vivió extasiado las cinco horas y media como si el tiempo se hubiese detenido. No se oyó una mosca y nadie se movió al hilo de una belleza contagiosa y envolvente. Wagner, al menos en Madrid, se ha instalado ya en el siglo XXI.

Plácido Domingo, a la derecha, junto Agnes Baltsa y Matti Salminen en Parsifal.
Plácido Domingo, a la derecha, junto Agnes Baltsa y Matti Salminen en Parsifal.MIGUEL GENER

Magnetismo

Recordaba ayer Rosa Montero en este periódico que se cumple este año el décimo aniversario de la muerte de la escritora Montserrat Roig. La autora de La ópera cotidiana vio por primera y única vez Parsifal en el Liceo en la temporada 1988-1989, cuando se conmemoraban los 75 años de su estreno oficial fuera de Bayreuth, precisamente en Barcelona. Montserrat Roig adoraba La Traviata, pero Parsifal la dejó hechizada. Decía que había experimentado algo parecido a una sesión de hipnotismo por el magnetismo de la música. El público del Real también se quedó hipnotizado anteayer en Parsifal, y la gran mayoría veía la ópera por primera vez, pues hacía 80 años que no se representaba en Madrid. La ópera cotidiana debería ser siempre así.

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