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CUADERNO DE TEATRO
Columna
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'Merrily we roll along'

Marcos Ordóñez

- 1. Acordes y desacuerdos. Seguimos en Londres, en la Donmar Warehouse. Michael Grandage, el nuevo director asociado del teatro de Sam Mendes en Covent Garden, dirige, en su première en el West End, Merrily we roll along, el musical maldito de Stephen Sondheim. El éxito es apabullante: entradas agotadas, críticas ditirámbicas y premios, todo ello merecidísimo. El espectáculo se ha llevado tres Olivier: al mejor musical, a la mejor actriz en musical (Samantha Spiro) y al mejor actor en musical (Daniel Evans). Es, por cierto, el cuarto musical de Sondheim que monta la Donmar, tras Assasins (1992), que inauguró la sala, Company (1995) e Into the woods (1998-1999), que a punto estuvo de visitarnos, en el Nacional de Domènec Reixach (y que sigue siendo uno de los objetivos -¿para cuándo?- de El Musical més Petit).

El montaje se basa en la obra homónima de George Kaufman y Moss Hart, estrenada en 1934

Merrily we roll along se basa en la obra del mismo título de George Kaufman y Moss Hart, estrenada en el Music Box de Nueva York en 1934. ¿Qué fue lo que sedujo a Sondheim y al libretista, George Furth -su viejo cómplice de Company-, de esta oscura comedia, una de las menos populares del tándem de Vive como quieras? Fundamentalmente, su estructura. Como El tiempo y los Conway o Betrayal, de Pinter, Merrily se nos cuenta a la inversa: la historia comienza por el final y retrocede hasta el momento en que sus protagonistas se encuentran por vez primera. Es un mecanismo narrativo de eficacia diabólica: nada te parte tanto el corazón como ver el comienzo de algo (la ilusión, la inocencia, la esperanza) después de conocer su conclusión, especialmente si es funesta. La adaptación de Sondheim y Furth arranca en 1980, cuando un maduro productor de Hollywood, Franklin Shepard (Grant Russell), vuelve a la universidad en la que estudió para dirigirse a los recién licenciados. En la escena siguiente, un año antes, asistimos a un party en su lujosa mansión de Los Ángeles con motivo del estreno de su última película, Light out of darkness. Antes de que la echen a patadas, una dama gorda, alcohólica y avinagrada, le acusa, a gritos, de haberse vendido y traicionado sus ideales, y le anuncia que machacará la película en su crítica: es Mary Flynn (Samantha Spiro), la más antigua amiga de Franklin.

Tercera escena, cinco años antes: conocemos, en un restaurante de Bel Air, a Charlie Kringas (Daniel Evans), el más antiguo amigo de Franklin, con quien no se habla desde mediados de la década de 1970 por un hecho que no descubriremos hasta la siguiente escena, y así sucesivamente. El primer acto de Merrily es una sucesión de discusiones, rupturas y enfrentamientos, que culminan en 1966 con el divorcio de Franklin (el joven Franklin, interpretado por Julian Ovenden) y su primera mujer, Beth (Mary Stockley). La segunda parte, por el contrario, narra la amistad de Franklin, Charlie y Mary; los inicios de ella en el mundo de la prensa, el éxito en Broadway del musical compuesto y escrito por ellos dos, el romance entre Franklin y Beth en los primeros días de la era de Kennedy, para acabar los tres en la azotea de una casa de la calle 110, en el verano de 1957, en la noche del lanzamiento del Sputnik, haciendo grandes planes para el futuro.

- 2. 16 funciones. Irónicamente -aunque maldita la gracia-, Merrily se estrenó en 1981, para ser retirada de cartel a los 16 días, en el Alvin Theatre de Broadway..., el mismo en el que Franklin y Charlie obtienen su gran éxito. Y el montaje acabó, igual que en la obra, con la amistad de Sondheim y Harold Prince, su director y más antiguo colaborador. Han leído bien: 16 funciones. ¿Los motivos del fracaso? Según los críticos, los actores eran demasiado jóvenes y poco conocidos, los decorados (el gimnasio de una universidad), hórridos; el argumento, confuso, y el protagonista, poco simpático. Pero, ¿y la maravillosa partitura? ¿Estaban sordos? Probablemente. Frank Rich, el crítico del New York Times, habla, en su reseña de 1981, de 'unas pocas canciones salvables'. Nueve años después, cuando se repuso en el Arena Stage de Washington, su opinión ha cambiado: 'A exceptional score'. Para mi gusto, Merrily es la obra maestra ignorada de la madurez de Sondheim. Concebida como un conjunto de 'bloques modulares', el final de una canción se convierte en el principio de la otra, y las líneas melódicas y los estribillos se esfuman y reemergen creando una atmósfera de circularidad, de continuo temporal. El tema central -Merrily we roll along- se va repitiendo, entretejido con sus contrapuntos (Old friends / Like it was), en sucesivas variaciones; de una melodía básica surgen un himno universitario (The hills of tomorrow) y una balada en clave de bossa (Good thing going, una de las piezas del espectáculo de las que se han efectuado más versiones, de Sinatra a Anita Whitaker), que Franklin y Charley interpretan al piano en un hip party en el Manhattan de 1962, uno de los momentos más puros y hermosos de la función. Las orquestaciones de Jonathan Tunick, concebidas para una brass band, son puro swing, la música más bailable y pegadiza del Sondheim de la década de 1980, con ecos de Loesser (la endiablada Franklin Shepard Inc.), de Kander y Ebb (Meet the Blob, Rich and happy) y de Jule Styne (It's a hit, el himno de su primer éxito en Broadway). La estructura circular, de cámara de ecos, está apoyada plenamente en el argumento. La primera vez que escuchamos Not a day goes by, una de las baladas de amor perdido más desoladoras de la historia del musical (reminiscente del Too many mornings de Follies), está en boca de Beth, la primera esposa de Franklin. Cuando la oímos por segunda vez, está colocada seis años antes, en la noche de la boda de ambos, pero es Mary quien la canta dándole una nueva resonancia: es el lamento de la mujer que ve casarse con otra al hombre que ama en secreto, de modo que, en ese instante, Beth y Mary quedan unidas por la misma canción. Quizá el ejemplo definitivo sea el de su conmovedor final, probablemente el más emotivo de todo el teatro de Sondheim, la noche del 'Sputnik', cuando el terrado se llena de adolescentes que cantan la elegíaca Our time..., cuyo estribillo hemos escuchado al principio de la historia, en su reverso cínico y amargo: Rich and happy.

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El fracaso de Merrily se saldó con una severa depresión nerviosa de Sondheim, quien anunció que rompía la batuta y se retiraba. Afortunadamente, como sabemos, no fue así. El maestro siguió componiendo nuevas maravillas (Sunday in the park with George, Assasins, Into the woods, Passion) y Merrily conoció diversos revivals, tanto en Estados Unidos (La Jolla, en 1985, dirigido por James Lapine; Arena Stage, Washington, en 1990) como en Inglaterra (sobre todo, la versión de The York Theatre Company, en 1994), con Sondheim y Furth modificando, añadiendo y quitando escenas y canciones, hasta llegar a la versión -al parecer, definitiva- que ha presentado Grandage en la Donmar Warehouse.

- 3. Good thing going! El espectáculo es energía y magia en estado puro, interpretada por una compañía muy joven, que rebosa entusiasmo. Julian Ovenden, que interpreta al joven Franklin, es casi un debutante: su único trabajo anterior ha sido un pequeño papel en el King Lear de la RSC. Daniel Evans (Charley), en cambio, ya fue candidato al Olivier el año pasado por su Candide en el National. La más veterana es Samantha Spiro (Mary), el personaje con más mutaciones: ha de pasar de la alcohólica amargada de la primera escena a la melancolía de Like it was, y saltar, de ahí, a la esperanza de la juventud, en la segunda parte. También está soberbia Anna Francolini, a la que descubrimos en el Company de Sam Mendes, que interpreta a Gussie, la 'protectora' (y segunda esposa) de Franklin, en un registro deliciosamente cowardiano. Hay, por cierto, un punto en común con Company: ya desde la primera escena de la graduación se nos sugiere que todo lo que veremos a continuación podría ser una especie de representación onírica que los estudiantes le montan al maduro Franklin Shepard con su propia vida, del mismo modo que la vida de Bobby en Company parecía evocarse desde la noche de su 35º cumpleaños. Los múltiples espacios y tiempos de la historia se sirven en un espacio desnudo, por la perfecta combinación de mínimos elementos escenográficos (Christopher Oram), la iluminación de Tim Mitchell y un vestuario (Fizz Jones) que refleja, ahí es nada, la moda de cuatro décadas, de la de 1950 a la de 1980. Se han ajustado al máximo, dado el reducido escenario, las coreografías de Peter Darling, manteniendo ocultos a los 10 músicos, dirigidos -con monitores de vídeo- por Gareth Valentine, con una sonoridad portentosa, diáfana, al servicio de las nuevas y vibrantes orquestaciones de Jonathan Tunick, más brassy que nunca. Mensaje imperativo: hay que montar este musical en Barcelona, señores productores. Posdata: próximamente, en la Donmar, del 8 de marzo al 14 de abril, el estreno británico de Boston Marriage, el último Mamet, una comedia de época, ambientada en el boudoir de dos damas de Boston a finales del siglo XIX, que supone el retorno de la gran Zoë (Electra) Wanamaker. (La semana que viene, el nuevo Bernat y A la cuina amb Elvis).

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