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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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Contradictoria Catania

Catania. De nuevo en Catania. Tras las hormas del 11 y el 18 de febrero con motivo de las fiestas de Santa Ágata, patrona de Catania, sirvo, según lo prometido, mi tercera y última crónica sobre esa ciudad negra y luminosa, perezosa y vital, carnal y mística, habitada por unas gentes, por un popolo del que Vitaliano Brancati dijo que era, a la vez, 'luttuoso e festaiolo, chiuso e rumorossisimo, di poche parole e di molte grida, sensuale e affettuoso, filosofo per natura e incolto in filosofia... La follia e la saggezza lo guidano senza litigare...'. La contradictoria Catania, presa entre el Etna y el mar.

Durante cerca de 20 años, Catania se redujo para mí al 'pequeño y caótico' aeropuerto del que habla Lawrence Durrell, el tío Larry, en su divertido -y poca cosa más- librillo Sicilian carousel, cuando en compañía de unos turistas -entre ellos, un obispo anglicano que 'hablaba como si tuviese una patata caliente en la boca'- realizó, a finales de los sesenta, un viaje suicida alrededor de Sicilia en un microbús rojo. En aquellos años, yo llegaba de Milán o de Roma, aterrizaba en el pequeño y caótico aeropuerto -que sigue igual-, y allí me esperaba una azafata para meterme, a mí y a mis colegas, críticos teatrales de la prensa europea, en otro microbús, no necesariamente rojo, camino de Taormina, donde todos los años, a principios de abril, se concedía y sigue concediéndose (este año le ha tocado a Michel Piccoli, con lo que la fiesta está asegurada) el Premio Europa para el Teatro, el máximo galardón teatral europeo. Así pues, cuanto vi entonces de Catania no fue más que unos suburbios cavernosos, sucios y superpoblados, antes de tomar la carretera que conduce a Taormina.

Mi descubrimiento de Catania es reciente. Salvo algún que otro rápido contacto con ese curioso bastardo arquitectónico que es el barroco catanés, motivado por el retraso en la salida del avión de regreso a Barcelona, vía Roma o Milán, la ciudad negra y luminosa, la ciudad de Federico de Roberto, no se me apareció hasta que no se estrenó en ella la adaptación teatral de Il birraio di Preston, la novela de Camilleri. Tomar un martini con Camilleri en el bar del Excelsior, frente al volcán, escucharle hablar del culo de las mujeres del Etna, de las cenas de gala en el palacio del príncipe Biscari o del lenguaje de Giovanni Verga 'che è come una circolare, infinita melodia belliniana', fue una agradable revelación.

Pero ha sido ahora, durante las fiestas de Santa Ágata, en compañía de Sandro Castro y de sus primos, cuando la contradictoria Catania se ha hecho realidad. Viendo la Via Etnea rebosante de cataneses de todo el mundo -'en el lugar más insospechado del globo, en un chiringuito en una playa del Índico o en unos lavabos del aeropuerto de Dublín encontrarás un catanés', me decía Sandro-, llegados, un año más, para festejar a la santa, comprendí lo que representa esa ciudad que por tres días huele a cera, y a guirlache, y a carne de caballo para esa multitud de islómanos, solitarios, que por tres días se juntan, solidarios, para luego regresar a su exilio, interior o no. Porque hay muchos cataneses, sobre todo jóvenes, que prefieren ganarse la vida lejos de Catania porque, como le decía el príncipe Salina al piamontés Chevalley: 'I siciliani non vorranno mai migliorare per la semplice ragione che credono di essere perfetti; la loro vanità è più forte della loro miseria'. Un día esos jóvenes regresarán para quedarse -ya lo están haciendo-, para mostrar a sus mayores que no son perfectos, que más allá del mar -ese mar tan temido por los sicilianos, de donde les llegaron infinitas desgracias, incluida la Inquisición- se aprenden muchas cosas.

Después de cenar hemos dado un garbeo por el barrio de San Berrillo, el antiguo barrio de las putas, hoy cerrado a cal y canto. Sandro me dice que lo ha comprado un grupo de amigos cataneses -un ex alcalde, hoy ministro; el director de un importante periódico y un financiero del Opus Dei- por cuatro cuartos. La inminente operación inmobiliaria pinta más que bien, requetebién. En Via Vittorio Emanuelle II, cerca de Piazza Duomo, nos detenemos ante el caserón de Domenico, Miciu, Tempio (Catania 1750-1821), el Pietro Aretino catanés. En el portal del caserón el poeta hizo esculpir un mico cascándosela al tiempo que una mujer le acaricia los cojones, al mico, con la mano. El caserón del poeta -del que los cataneses se saben los versos satíricos y eróticos de memoria- está situado frente al palazzo arzobispal. Contradictoria Catania.

Llegó el día del regreso. Sandro nos acompaña al mercado. Compramos aceitunas, hinojo silvestre, puntarelle, tomates del pacchino, queso pecorino... y nos vamos a la librería La Cultura, que está al lado del mercado. Carmelo Volpe y sus hijas nos reciben con la cordialidad y la simpatía de siempre. '¿Cuándo nos traerá a su amigo Vázquez Montalbán?', me dice don Carmelo. En La Cultura son fans, fanáticos de Manolo. Compro el último Camilleri, La scomparsa di Patò; el Viaggio in Sicilia e a Malta, del duque Ferdinand Albrecht de Braunschweig-Lünenburg, alias El Prodigioso, y Leonardo Sciascia, la memoria, il futuro, un almanacco de Bompiani de 1999, a cura di Matteo Collura, el biógrafo de Sciascia. Esta tarde, los libros, mezclados, perfumados con el hinojo, los tomates, el queso, las aceitunas y unas golosinas catanesas, viajarán camino de Barcelona.

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Antes de coger el avión, Sandro nos lleva al Gabbiano, la trattoria de su amigo Salvo Pappalardo (Via Giordano Bruno, 128). Nos regalamos con unos riquísimos spaghetti ai ricci, con erizos de mar. El sabor de los erizos me lleva a mi infancia, a la playa de El Port de la Selva, a las garotes que el marinero Luard me cogía, me cortaba con un cuchillito y me daba para desayunar. Qué agradable descubrir que Catania es, también, una garota.

P. S. La foto que ilustra esta horma la he pillado en el almanacco de Bompiani. Es una fotografía de Sciascia y de su mujer, Maria Andronico, hecha en Sevilla, en 1984. 'Aveva la Spagna nel cuore', escribe Sciascia en Parrochie di Regalpetra. No sé si la foto fue hecha durante la Semana Santa de aquel año, pero me gustaría que así fuese. Para cerrar esas crónicas de Catania, con Santa Ágata y El Cachorro, con mi Sevilla y mi Catania, mi Sicilia, por cuya comprensión tanto debo al maestro de Regalpetra.

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