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Columna
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España, España

Antonio Elorza

La mayoría de los comentarios sobre la famosa entrevista de Sánchez Dragó con José María Aznar se centró, según era lógico, en la puesta incondicional de un programa de cultura de Televisión Española al servicio del Gobierno en ejercicio y de quienes le apoyan, de Pedro J. Ramírez en adelante. Por otra parte, lo peor es que Aznar fue incapaz de superar el estadio de las valoraciones primarias, incluso al hablar de autores como Manuel Azaña sobre los cuales no hubiera sido difícil disponer de una ficha informativa para expresar algo coherente.

Pero hay otros temas que merecen algún comentario. El más inmediato concierne a la dificultad que encierra para un hombre público describir fielmente sus antecedentes familiares cuando éstos pueden ser objeto de distintas lecturas y tener en consecuencia un coste político. Ahora bien, si no se va a ser sincero, más vale callar. Y presentar verazmente una ejecutoria liberal de su familia era de todo punto imposible.

Un primer obstáculo era la figura del abuelo, el periodista navarro Manuel Aznar. De la pecaminosa ideología inicial de Manuel Aznar, nacionalista vasco radical, el presidente nada dijo, y menos hizo mención del diario Euzkadi del PNV donde como Gudalgai se hizo famoso por sus crónicas de guerra. Curiosamente, tampoco se detuvo en el papel más glorioso que Manuel Aznar desempeñó en la historia del periodismo español, al frente del diario El Sol. Posiblemente era duro de tragar el contenido democrático y reformador de dicho periódico frente a la España de la Restauración, a cuyo fundador Cánovas hizo nuestro presidente el más abierto elogio político de la noche. Sería asimismo interesante saber si hubo un lapsus al decir que el abuelo había dirigido en La Habana un diario llamado La Nación, cuando lo que dirigió fue otro titulado El País. ¿Le traicionó el subconsciente cuando se trataba de mencionar una cabecera poco grata para él?

Pero el punto más vidrioso de la evocación correspondió al episodio de las dificultades sufridas por Manuel Aznar al producirse la sublevación militar de julio de 1936. El nieto se sitúa en una estricta equidistancia, en la descripción del pasado, a modo de justificante de la actitud presente: condenado a muerte por los dos bandos. Por el relato del mismo Aznar que recoge Zugazagoitia sabemos que no fue así. Tras pasar a zona 'nacional', fue allí encarcelado y estuvo entre los condenados a muerte, pero logró salir de la cárcel. Y a partir de ese momento se convirtió en una pluma altamente estimada del franquismo, en particular del propio Franco, que reclamó sus servicios para poner en buen castellano el guión de su película Raza, le hizo embajador, y sólo por sus pecados de juventud no llegó a ministro de Información y Turismo. Así que ni equidistancia ni antecedentes liberales, y si éstos pueden atisbarse en otros momentos de su entorno familiar y juventud es siempre sobre un fondo azul.

Aznar dice admirar a Azaña 'por su idea de España', hace en dirección suya un atisbo de crítica política y a continuación ofrece el mismo penoso vacío que en las referencias a otros escritores. Todos eran estupendos, magníficos, formidables y lo es también la cultura española a que pertenecen. Esta tendencia a la exaltación, sumada al sesgo conservador de sus notas autobiográficas y de sus juicios sobre cultura y política, revela su condición de nacionalista español, profundamente convencido de ese núcleo de su ideario, pero con una escasez de matices y de argumentos preocupante.

Es lo que ha dejado ver en su presentación de la campaña electoral en Bilbao. No es un buen presagio, ya que justamente en Euskadi es donde hay que subrayar más la pluralidad de nacionalidades que según la Constitución conviven en España, en vez de insistir en una concepción enteriza y unitaria ya del todo inservible.

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