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Un poeta

"¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?", se preguntaba Adorno. Ésta fue la pregunta que no se hicieron José García Nieto ni ninguno de los integrantes de la "juventud creadora", allá en los primeros años cuarenta (pido perdón por el leve anacronismo), cuando decidieron botar la revista Garcilaso con el propósito de ser "diapasón" y no "pasquín" -música y no denuncia-, en la estela de la dulce memoria, deliberadamente azuleada, del poeta aristócrata muerto militarmente en un año que fue también 36, aunque del siglo XVI.

Venía García Nieto de la guerra, en la que estuvo encarcelado dos veces, y con él venían sus compañeros de promoción dispuestos a sentar las bases de una poética intemporal, seudoclasicista, bucólica, pero menos inocente de lo que parecía por su vinculación al seudoclasicismo de los regímenes totalitarios y porque la historia sí tenía derecho a comparecer en los versos cuando se traba de la historia de los vencedores: así los poemas de Dionisio Ridruejo a la División Azul y a la campaña de Rusia. El molde preferido de los poetas garcilasistas fue el soneto (Sonetos a la piedra tituló emblemáticamente Ridruejo uno de sus libros). Se escribieron, escribieron cientos de sonetos, muchos de amor, y también poesía castellanista y religiosa. A la línea amorosa se plegaba el primer libro de García Nieto, Víspera hacia ti, poemario fresco de sentimiento y gracia lírica, muy albertiano seguramente, pero eficaz en sus recursos y objetivos. Siempre ha sido impecable en estos aspectos técnicos. Escribió mucho y mucha poesía clasicista e inevitablemente parnasiana, decorativa, plástica. De cuando en cuando se descolgaba del orden clasicista y componía un poema tan insólito y desatado como la Oda a una pelotari, o se adensaba en los versos graves y funerarios de Elegía en Covaleda.

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García Nieto era, ante todo, un poeta y no practicó nunca el guerracivilismo. Ni en Garcilaso, primero, ni en la ejemplar Poesía española, que dirigió con buen pulso muchos años, practicó la exclusión y el sectarismo. Fue en Poesía española donde publicó Juan Ramón Jiménez Espacio por primera vez y dejó caer Blas de Otero algunos de sus más trágicos y poco complacientes poemas. Por eso, el poeta, al que había asustado la publicación en 1944 del antigarcilasista Hijos de la ira, de Dámaso Alonso ("¿qué te hemos hecho?", escribió), que levantaba bandera contra su poética, se planteó, tarde, pero se la planteó al fin, la pregunta de Adorno.

El resultado fue su mejor libro, Memorias y compromisos (1966), en el que el autor se enfrenta contra los fantasmas y espectros de su pasado, incluidas la guerra civil y su lírica evasiva, y responde a quienes lo acusaron de escapista afirmando que él también padeció cárcel y persecución, pero no quiso pasarle cuentas a los muertos. En versículos sueltos, un punto airados, concluía invocando -de nuevo- a Garcilaso y a la atormentada patria: "Tiempo del corazón. Males del hombre. / Golpes de España... / Quemo lo que es mío./ Yo, solo, me he quitado 'el dolorido / sentir".

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